martes, 31 de marzo de 2009

DIFERENCIAS ENTRE LO SINTETICO Y LO BREVE por osvaldo raya


Y es como dijera el cubano José Martí: «Mientras hay algo que decir, nada es largo.» (*) Es decir, que no se trata de ser o no breve sino de ser sintético. No hay nada que sea más sintético que el grueso tomo de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha. Ahí está perfectamente sintetizada la historia del hombre: su epopeya y su etopeya. La genialidad de Miguel de Cervantes es esa, haber dicho tanto en tan poquísimas páginas. Harían falta muchos ‒pero muchos‒ libros para explicar, con detalles psicológicos y particularidades históricas, todo lo que este español plasmó en su obra.

Abreviar no significa sintetizar. Ser breve es no ser extenso. La brevedad es tamaño y tiempo. Sólo eso. En cambio, ser sintético es no ser explicativo ni accidental. La síntesis es sugerencia, concreción, sacrificio; y es, acaso, el atributo mayor del comunicador eficiente. Éste no es otro que el poeta.
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(*) Martí, José. Obras Completas; t.22, p. 203. Editorial Ciencias Sociales. La Habana, 1975.

SENCILLEZ NO ES LO MISMO QUE SIMPLEZA por osvaldo raya


La sencillez tiene que ver con esa ligereza que ayuda a elevarse y acercarse a Dios y nos libera de una existencia demasiado vulgar e intrascendente; de ahí que este concepto esté relacionado con aquella exigencia que los dioses le hicieron a Utnapishtim: «Derriba tu casa y construye con sus tablas una nave. Sálvate porque viene el diluvio. Sí: echa abajo esa efímera choza porque no fue construida para todos los tiempos y despégate de todo. Pon en tu morral tan sólo lo esencial, lo que te sirva para la vida eterna. Hazte, entonces, ligero y sube, con mínimas vituallas, a la barca que construyas. (Ésa que en el monte Nisir se ha de varar; a esperar que las aguas se aplaquen y la paloma regrese, con la buena nueva). » Y el gran sumerio obedeció a los dioses. Entonces invitó también a sus compatriotas de Shuruppak a que subiesen a bordo y lo acompañasen, con la única condición de que deberían deshacerse de todo lo que constituía apegos y banalidades de la vida mundana. Pero casi todos prefirieron no montarse en la barca y quedarse al lado de sus bienes materiales: sus casas, sus tierras, sus sembrados. Éstos, a causa de su simpleza espiritual, terminaron ahogados en las aguas diluvianas; mientras que Utnapishtim se salvó ‒gracias a su sencillez‒ y pasó a disfrutar de la vida eterna.

Y es que lo simple ‒es decir: aquello carente de sabiduría y que pertenece al estrato espiritual más bajo‒ pasa; en tanto, lo sencillo ‒que pertenece al estrato espiritual más alto‒ queda. El hombre sencillo es sabio; y el hombre simple ‒el simplón‒ es burro y no conoce ni entiende la eternidad. La simpleza tiene que ver con esa densidad y pesadumbre que nos aleja de Dios de lo eterno, y nos hala y nos ata al infierno; porque es piedra y más piedra a las espaldas del caminante.

Empero, la sencillez son las alas.

sábado, 28 de marzo de 2009

EL SOLDADO MAS PEQUEÑO por osvaldo raya





De niño, me inculcaron la religión católica y otras tradiciones religiosas de Cuba. En casa siempre se veneró a San Lázaro, el santo de las muletas, y mi madre me había encomendado a él. Por eso es que me llamo Osvaldo Lázaro y llevo al cuello una medallita de oro con su imagen. A los 11 años de edad, a penas el primer día en que ingresé para hacer los grados de secundaria básica, en un internado militar vocacional, un sargento, al descubrir mi cadena y la imagen dorada de mi santo, me dijo: «quítate eso: quién ha visto que un soldado revolucionario sea religioso: desde hoy eres ateo. Es una orden.» Y entonces cuando vi a mi madre, el día en que salí de pase, le dije que yo era ateo y le di a guardar la medallita. Era la primera vez que dormía fuera de mi casa y quedaba a merced de una educación extra-familiar.


Era el año 1967. Para entonces el gobierno había lanzado una campaña para que los niños que, como yo, habían terminado el sexto grado, se apuntaran para hacerse maestros en un curso de formación que se estimaba que durase unos cuatro o cinco años en escuelas internas fuera de la cuidad de La Habana. Unos cursos serían por allá en la provincia de Oriente y otros en Topes de Collantes, en las montañas del Escambray y luego en la provincia de Matanzas. El último curso sería en Tarará, en el este de La Habana. Yo de niño jugaba a ser el maestro. Siempre quise ser maestro. Y finalmente esa fue la carrera que estudié y ejercí con todo mi amor, lo cual me produjo los momentos más felices de mi vida. Y por eso fue que me embullé muchísimo con la campaña gubernamental de captación de maestros. Pero por mucho que le insistí, llorando, a mi madre, ella no transó. Mamá, sabiéndome asmático y debilucho, no me imaginaba tan lejos de casa y a pupilo.


Con tal de que me olvidara de la descabellada idea de irme estudiar, tan lejos y con dos permisos anuales para ir a la casa, mi madre misma me mostró la alternativa de internarme ‒esta vez con salidas semanales‒ en una escuela militar para niños de la enseñanza secundaria quienes luego terminarían su carrera en las grandes academias del ejército cubano. De ahí que empecé mi secundaria vestidito de soldado. Pero resulta que antes de comenzar el curso, los estudiantes deberíamos pasarnos unos 45 días sembrando posturas de café en la zona más remota del occidente de Cuba. Era la primera vez que yo no dormía en mi casa tantos días. Sin embargo, yo estaba tan sorprendido con la novedad que hasta la disfrutaba como una aventura de niños, como un juego. Después de aquellos días en que tantos niños servimos de fuerza de trabajo ‒sin paga‒ en los campos de Pinar del Río, comenzó el curso escolar. Y fue muy gracioso verme así, luego de levantarme a las cinco y media de la mañana, marchando todo el día y dando clases de tiro y de estrategia militar, además de las asignaturas propias de mi escolaridad. En las clases militares me enseñaron a matar pero yo no aprendí. A mí aquellas granadas de madera de los entrenamientos me caían ahí mismo, en mis pies, y el sargento jefe me decía que yo era hombre muerto. Tampoco nunca un tiro mío ni siquiera rozó el blanco.

Allí, en la Escuela Militar Camilo Cienfuegos (E.M.C.C.) ‒conocida también como Los Camilitos‒, me susurraron, en cada clase de ciencias políticas o de historia o en cada entrenamiento, el evangelio del odio. Los que no son revolucionarios merecían la defenestración y hasta el fusilamiento y era propio del hombre nuevo denunciar a todo ciudadano desafecto al proceso revolucionario, aun si fuese nuestro amigo o nuestra madre o nuestro padre. Nuestra verdadera familia era la revolución socialista y nuestro padre el Comandante en Jefe. Me prohibieron ir a la iglesia y me exigieron abstenerme de todo contacto con esa parte de mi familia que vivía exiliada en los Estados Unidos; ya que ese país era enemigo de la Revolución Cubana y tanto mi abuelita, mis tías y mis primitos eran traidores a la patria. Era importante que los odiase para siempre. Yo, como soldado no podía ‒por nada de este mundo‒ faltar a estos requerimientos; de lo contrario podría ser expulsado deshonrosamente de la escuela y pasar al status de paria.


Para ser una isla tan pequeña, Cuba tenía un ejército demasiado grande y bien artillado, asesorado ‒claro está‒ por la madre-patria de todos los países comunistas: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (U.R.S.S.), de donde procedía toda la técnica y el armamento. Entre todas las armas se distinguía especialmente aquella AKM que yo armaba y desarmaba como el perito armero más pequeño ‒y menos hábil‒ del país. Pero eso del ser el soldado más desfavorecido por su tamaño corporal, me costó que el mismísimo Comandante «Gallego» Fernández, en persona, en una visita de inspección del Estado Mayor, tomándome por la cintura, me elevara por encima de su cabeza y me dijese: «te ordeno crecer.» Y al otro día ya estaba yo adentro de un jeep de guerra en camino al Hospital Militar «Carlos J. Finlay», para asistir a una consulta con una endocrinóloga. Aquella doctora sabía que tenía la misión de hacerme crecer a toda costa. Entonces, como parte de un extraño tratamiento, comenzaron a inyectarme ciertas dosis de insulina cada mañana y una pastilla diaria de levotiroxina de 30 mcg; a parte de una dieta de sobrealimentación, en el almuerzo (comida) y la cena. El resultado, luego de dos años de la inusual medicación, fue aquel desajuste en mi metabolismo que acabó en una operación para extirparme toda la glándula tiroides. A partir de aquel momento y de por vida, estoy obligado a suministrarme artificialmente la tiroxina. En fin, que dejé de ser el soldado más chiquito de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, no porque sobrepasé las medidas de la altura de mi cuerpo sino porque me dieron baja médica de Los Camilitos y me deshabilitaron para siempre de la vida militar. Y gracias a Dios que fue así. Semejante diagnostico, reflejado en un estrujado y amarillento certificado médico, me sirvió para liberarme del Servicio Militar y de los entrenamientos dominicales de las llamadas Milicias de Tropas Territoriales (ejército de voluntarios civiles ‒que era civil pero no voluntario). También escapé de lo peor: de la guerra de Angola, aquella que Cuba se empeñaba en ganar, a miles de millas de su propio territorio, contra un ejército irregular de opositores al régimen angolano y contra sus aliados sudafricanos. Todo para lucir ante el mundo el poder de un ejército repleto de quintos ‒casi niños‒ entrenados para odiar.


Nunca tuve vocación de soldado. Nunca. Y preferí ser maestro y entrenar a los hombres para amar.

miércoles, 25 de marzo de 2009

SON MIS AMIGOS por amaral


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QUIENES SON Y QUIENES NO SON MIS AMIGOS por osvaldo raya

Mis amigos me abarcan. Tienen brazo y coraje. Y tienen el tamaño necesario y vienen de una estirpe digna, casi celestial. Pero no todo el mundo es mi amigo.

Nadie, de un solo abrazo, me abarca; ni con la excusa de enternecerme, va a acaparar mi atención y menos con esa letanía de «tú eres una gran persona» o «tú eres especial» como si estuviese yo muy necesitado de importar mi ego. Y es que inmediatamente viene el pero y allá va, luego de la anestesia de «tú eres una gran persona», a echarme el azufre de su crítica. He crecido bastante, desde mi infancia hasta ahora, y ya nadie puede calarme la piel y traspasarme las fronteras; para hacer y deshacer dentro de mí. Tengo guardianes celosísimos que cierran fila contra todo germen que se disponga a infectarme y a infestarme con ciertos coqueteos ‒demasiado evidentes y elementales‒ ni con esas lisonjas que son como caballo de Troya en los oídos. Menos va venir alguien a arrebatarme, con irrisoria facilidad, la ofrenda que con tanto celo guardo para el dios que mora en ese fondo mío que se parece al cielo. Nadie me inocula ni me vende un ego nuevo porque ya yo tengo el mío ‒y bien sembrado‒ y el que toca a mi puerta a ofrecerme lo que ya yo tengo ‒y hasta desbordo‒ sale con el rabo entre las patas, derrotado, frustrado, desorientado en su propio mapa. La comparsa de palabras no traspasa mis oídos y no tienen empleo en mi universo ni albergue cómodo y quieto. Todos los virus, al cabo, los eyecto. Mis amigos son así como yo… y si no, ¿cómo podrían ser mis amigos?

¡Mas no entiendo que haya todavía en estos tiempos, en los que ya está naciendo gente adelantada y el canto mayor quiere subir de la hondura y estallar; no entiendo que haya todavía, por ahí, tanto espíritu inferior que siga creyendo que puede manipular y someter al prójimo, con el mero floreo y la anécdota ególatra y aburrida ‒el comadreo‒ o susurrando la palabra ridícula e inflada, la palabra recurrente, pueril, intrascendente!

La chusma tiene ojos y no ve. Y oídos, y no oye. Y aunque no tiene nada que decir, insiste en que se la escuche. Pero yo sólo oigo a Dios y a los amigos. Dios es Dios y mis amigos son hombres ‒y mujeres‒ leales a sí y al universo; y no evaden la parte grave y trascendente de la vida. Lo otro no son amigos. Son merodeadores, caricaturas, muñequitos bonitos y simpáticos, figurines a quienes se los conoce por opinar que no opinan. Por estos últimos siento demasiada pena y, entonces, no me queda más que compadecerme y seguirles la corriente y aplaudirles ‒a ver si se callan de una vez‒ ese discursito, manido y callejero, repleto de verdades menores, relativas, caprichosas. No tengo nada que ver con la gente que se queda varada en lo particular y accidental y no sigue a lo alto, a por lo que todos debemos encontrar. La vida aparenta pertenecer al reino de lo inmediato y singular; pero en cada evento de lo cotidiano, en cada acto humano del día a día, late lo sempiterno. Y los amigos son para eso, para el camino largo.

Entonces, que no venga el párvulo a seducirme y a contarme, en su trova, la saga de siempre y no ose más ese varón ‒muy creído de su labia‒, de voz engolada y turbia, a involucrarme en su charla de tonto; y no lo intente, tampoco, esa chica de melífica mirada. Que no venga –insisto–, que no se me acerque siquiera y no diga más que es mi amigo el reciario que en su propia red se enreda y se muere de celos –y de rabia– porque no lo acompaño. Y es que en otro circo peleo yo, más grande y elevado ‒donde también pelean mis amigos‒ y adonde él no llega con su garra. Que no. Que no se mienta a sí y no se ufane de quererme y se vaya con los suyos esa pobre alma, allí donde la tierra es fango ya de tanta lágrima mujeril ‒y tanta queja‒ y de tanto sudor frío de cobardes. Entiendan, de una vez, los que no entienden, que abro la puerta de mi casa –a que se quede conmigo para siempre– a ese que sea herrero y haya templado, propiamente él, la aldaba con que se anuncia. A nadie más. Porque yo no quiero al que me quiere sino al que me honra y enorgullece con su compañía. Al que me ilumina y al que está comprometido con una sola verdad, troncal y mayor, y no anda de mediador ‒con el cuentecito ese de los relativistas y negacionistas‒ entre dos o entre muchas verdades o, acaso, con ninguna.

Dígaseme soberbio y tozudo, no importa ‒y extremista‒; que bien puedo traducir todos esos calificativos en hombre recto y libre. Y téngame miedo, porque muerdo, el infame y el bobo.

¡Ah… pero mi amor es cáustico y lo doy, como es, en carne viva, a quienes lo merecen y lo entienden! Únicamente para mis amigos soy como esos perritos que ponen, confiados y sin reservas, a la disposición de su amo, el vientre vulnerable!

miércoles, 18 de marzo de 2009

EL COPYRIGHT DEL ODIO por osvaldo raya

http://calleocho.com/component/option,com_gallery2/Itemid,43/?g2_itemId=115 [origen de la foto]

Todos tenemos nuestras bestias allá dentro. Algunos las amarran o las guardan en el interior de ese secreto sarcófago sellado donde también se alojan las sombras del alma y las lecciones de amor y de bondad que no hemos aprendido todavía, por tercos o porque nos falta drenar los sedimentos y echar espuma por la boca de la ira o botar por las narices fuego. Nadie quiere quedarse con todo eso adentro. Todos ‒hasta los hombres más grandes‒ conocen la cólera y alguna vez se han puesto como cianóticos o se los ha visto con los ojos enrojecidos, como toro que embiste, y con la vena del cuello pronunciada. Muchas veces me cabreo y me pongo así, igual que pastor que, apesar de contarlas a cada poco, ha perdido, como dos de sus ovejas. Es que de vez en cuando nos hace falta la rabia y mostrar al menos la uñita amenazadora del dedo meñique ‒no toda nuestra garra‒; para que se sepa que no tenemos ni un pelo de tontos o de indiferentes. El amor tiene que defenderse. La rosa es de frágiles pétalos y es blanca y purísima ‒¡casi santa parecen las rosas!‒; pero… ¿para qué han de querer tantas espinas? ¡Ah…! Ya hemos sabido de ciertas flores fatuas: rosas que maquillan y adornan sus punzones. Yo las conozco y las repudio. Prefiero las otras, las de siempre, que no esconden, con afeites, las afiladas puntas.

Los hay ‒no tan viriles varones pero sí muy cool‒ que un día van a reventar como presumidos y golosos sapos, de esos que van de loto en loto, acumulando en sus estomagos ‒no sé hasta cuándo‒, el veneno de los grillos y las moscas que han venido tragando y tantas ganas reprimidas de gritar y de soltarse de adentro. A veces no pueden disimular tanto disimulo y sienten la tentación de abrirle la jaula a su bestia interior... pero no, no se atreven del todo y descargan su voltaje furtivamente por los rincones; de modo que nadie los sabe de tan mala leche. Sí que los hay así, como esas rosas de espinas maquilladas. Son como frágiles ‒e inconsecuentes‒ promotores de la paz y la cordura y del control de nuestras pasiones más auténticas e incurables. Ellos, con tal de quedar bien con todas las verdades han inventado la media verdad y viven disculpándose de sí mismos y pidiendo permiso para vivir y andar. Desde el borde o desde el brocal, contemplan la caída de la estrella y no van a por ella a adoptarla para que no se quede huérfana de luz y mimarla, entonces, en los cielos de sí. La dejan ahí tirada, desangrando aquel último brillo. Estos pendones ‒metrosexuales de la opinión‒ viven en un fanal desde donde contemplan, sin inmutarse, la marea diluviana. Y dicen que no, que no odian, que no le desean la muerte a los tiranos y que hablar de política es mala educación y se cambian de religión y reniegan de los mitos que en el pasado desataron paroxismos y trances. Ahora están con la moda, es decir, en esa moderna ‒o posmoderna‒ religión que, a diferencia del resto de las religiones, no tiene mitos ni ritos ni sustancia demasiado caústica. El indolente no odia ‒¡oh no!‒ pero corroe el amor o lo aparta porque no se atreve a ponerse la zapatilla del que tiene una herida que nunca cicatriza. El indolente es cobarde y se disfraza de mediador y de juececillo que dice que hay que ver la verdad de nuestros oponentes tan válida como nuestra verdad y bla… bla… bla… Y, con esa sintaxis que no es si no gerundiada, se lanzan de articulistas y ensayistas de la tolerancia y se los ve, de pronto en la internet en un blog de fondo rosado y amarillo.

Por aquí andan, en Miami, cubanos de medio pelo ‒y de media faja a la cintura‒ que critican el cubaneo y el apasionamiento; y se avergüenzan de los modales de los que se sientan a compartir la nostalgia y la rabia en el portal del Sedano de la cubanísima ciudad de Hialeah ‒émula del barrio habanero de Marianao‒ y se mofan de los viejos exiliados a quienes condenan porque dicen que éstos destilan cataratas de odio y rabian como perros ‒mas no pueden decir que como hienas‒ y que no saben discutir civilizadamente y hasta creen que son dueños de toda la verdad. Tal vez tengan razón pero es lamentable que irrespeten y se burlen del único discurso posible en un anciano que allá en Cuba el Gobierno Revolucionario le arrebató la vaca y el camión y el almacén que con tanto sudor levantó. Y lo peor: a éste mismo anciano también le arrebataron a su único hijo. Luciano es su nombre y aún llora rabioso cuando narra que unos barbudos ‒aquella epidemia de color verde olivo‒, bajo las órdenes de un tal Guevara, lo sacaron a patadas de la casa y esa misma madrugada lo llevaron al cuartel de la Cabaña para fusilarlo. Ahora Luciano debe de estar tomando café en el Versailles, en la Ocho, con otros viejitos exprisioneros del castrismo ‒hombres de sustancia solar y no de atrezzo, fieles a su dolor y a su credo‒ con quienes se pone de acuerdo para el próximo desafío en el Parque del Dominó, también en la calle Ocho. Allí, intercalado entre los chasquidos que produce el choque de las fichas de este típico juego, suelen escucharse las discusiones acaloradas sobre política. Pero el Parque se pone que arde cuando viene un provocador y se coloca en la acera del frente; de manera que los jugadores vean que lleva en su camiseta la cara oprobiosa del tal Guevara que fusiló al hijo de Luciano en el ‘61. Entonces Luciano quiere buscar un machete y matar al provocador y le vocifera y casi ruge y casi ladra o chilla como rabiosa locomotora o como niño que nació en noche oscura. Él odia con toda su fuerza a ese rostro que luce en su camiseta el provocador. Y no esconde su odio por eso, porque es el único estandarte que le queda para honrar la memoria de su hijo y porque ese odio no es suyo sino es el que le inocularon los del Gobierno Revolucionario con sus expropiaciones y sus famosos pelotones de fusilamiento.

Y ¿quién odió primero? ¿Los cubanos del Versailles y del Parque de la calle Ocho o los de allá, los que encarcelan y matan en la Isla? ¿De quién es el odio originario? ¿Quién es el dueño, el autor del odio?

¡Cuánto odio tienen que tener los del Gobierno Revolucionario ‒los Castro y el Guevara ése‒ y todo el séquito de enanos y de eunucos que gritaba como hordas de vándalos «¡Paredón para los gusanos!»! O sea, que esa chusma histérica y despiadada pedía , sin el menor pudor, que se asesinasen a todos aquellos que pensaban diferente a los barbudos. La misma gentuza salvaje que, organizada en turbas, más tarde protagonizaría los escandalosos actos de repudio los cuales eran casi casi un linchamiento contra quienes decidían abandonar el país por estar en desacuerdo con la dictadura. Y qué decir de las ‒todavía vigentes‒ Brigadas de Acción Rápidas o Brigadas de Odio. ¡Y cuánto... cuánto odio se necesita para encarcelar y matar a tanta noble gente o para aplaudir el crimen o invitar a cometerlo, como un acto patriótico y perfectamente moral ‒según las concepciones revolucionarias! Y ¿dónde fue que aprendimos los cubanos de aquí a rabiar y a gritar desaforadamente?, ¿ quien nos entrenó y perfeccionó en el oficio estridente de usar la garganta como megáfono y a levantar tribunas dondequiera; a saber, en toda la calle Ocho o en el portal del Sedano en la norteña Hialieah? ¿Cómo es que somos expertos en eso de salirle al paso a todo el que defienda otra idea diferente? Yo soy así de intolerante porque so pena de la tolerencia no voy a darle ni chance ‒ni una hendijita siquiera‒ los voceros de esa dictadura que siempre nos volcó su hedor y su rabia y nos vociferó, con palabras soeces, toda la hiel de su asquerosa ideología? ¿Cuál ha sido el modelo de comportamiento, a la hora de discutir nuestras diferencias; para nosotros, los que fuimos educados en las escuelas socialistas ‒las únicas escuelas que hay en Cuba? Recuérdese que todos los días teníamos que padecer la gritería y la histeria de los militantes del Partido Comunista: todos los días y a toda hora, en la calle, en la tele, en los prensa escrita. Y este odio mío a todo le que huele de izquierdas y revolución y a marxismo-leninismo, ¿en dónde lo aprendí? La Cuba de los Castros es la gran escuela donde nos entrenamos como intolerantes y rabiosos. La Revolución Cubana es el aula magna de todos nuestros odios y de todas nuestras intolerancias y reacciones agresivas. ¡No esperen, los provocadores, otra cosa de nosotros los que favorecemos la libertad y la democracia, que no sea indignación y un fuego que viene desde las mismas entrañas del dolor y del recuerdo aún fresco del oprobio y el crimen! ¡Ojalá los negacionistas y los pesquisadores revisen bien la historia, a ver si somos la única tribu que odió a sus caciques despiadados; o si somos el único pueblo que se alegra cuando se muere el cabeza de la satrapía! Yo vi en los noticieros a los chilenos abriendo champaña y brindando en medio de Santiago, tan pronto anunciaron la muerte del repugnante Pinochet y vi igualmente a los iraquíes cuando ejecutaron al carnicero Sadam. Yo lo vi; mas no escuché que se levantase una sola voz para criticar esas festividades. ¡Ah... pero cuando salimos los cubanos a celebrar, con banderas y sonando las cornetas de los coches a lo largo de la calle Ocho; ah, ese día, cuando casi estábamos seguros de la muerte de Castro, entonces sí se armó la tormenta y llovieron las críticas contra los cubanos y las acusaciones de salvajes y de malos cristianos! Muchos ridiculizaron nuestro odio y se atrevieron a equipararlo con el odio que el tirano nos tiene a nosotros. Los cubanos de aquí y los de allá, que disienten, al menos tenemos un odio mesurable. Sin embargo, el odio de los Castro no hay vara que lo mida. .

El odio de Luciano ‒y el mío‒ casi ni odio es, en comparación al odio del tirano y el de sus testaferros. Y odio era aquél, el que me susurraban cuando niño los instructores de los Pioneros o boy scouts comunistas. Odio y más odio y envidia y orfandad y ganas de matar es lo que enseñan en las escuelas a la hora del acto matutino de los viernes o el que se destilaba en las asambleas destinadas a seleccionar al Alumno Vanguardia. Clases de odio eran las clases de Historia y las charlas de Instrucción Política. Y odio es a lo que invitan las vallas de la propaganda revolucionaria y todos los medios oficialistas. Odio es lo que aparece en los expedientes de los escolares donde los maestros revolucionarios tienen que colocar una nota en la que informan actitudes sospechosas y contrarrevolucionarias de sus alumnos. Odio es enseñar odio o hacerle la vida imposible al que enseña el amor y al que lo aprende. Por odio, pues, me echaron de mi puesto de profesor de Literatura para poder acallar a los poetas que yo les leía a mis muchachos y que evocaban la libertad y la justicia y el amor y la democracia. Por odio quisieron matarme los de la Policía Política y por eso mismo ‒por el odio de ellos contra mí‒ me encerraron en la celda número dos, en un cuartel de la costa, donde todas las noches oía los gritos de aquel pobre diabético a quien le estaban negando la insulina hasta tanto no confesase su delito y delatase a sus compinches. Odio y más odio emanaba, delante de las delirantes multitudes, en su tribuna de la Plaza de la Revolución, el dictador ‒casi monarca‒, en las conmemoraciones revolucionarias. Odio son la ética y la estética comunistas y la descabellada idea de crear el llamado hombre nuevo, que es algo así como el hombre monocorde y esclavo. No voy olvidar aquel odio inexplicable que se desplegaba en los desfiles del Primero de Mayo, como larga comparsa de muñecos y carteles. Nada, que el cubano debería culpar al imperialismo y a la sociedad capitalista de todos los males y emprenderla contra los norteamericanos y contra su bandera y su cultura e, incluso, contra su idioma; porque, en aquellos tiempos de mi infancia y adolescencia ‒y también de mi juventud‒, hablar inglés u oír canciones en esa lengua era como colgarse el sambenito de cierta inclinación por el enemigo.

Por eso es que sé odiar; pero los odio a ellos, a los que aún me odian a mí y siguen odiando a mi pueblo. Mi odio contra los Castro y los castristas es visceral y tiene que ver mucho con el amor que me tengo a mí mismo y a mis compatriotas. Yo no tolero ‒no está en mí tolerarlo‒ que alguien se deshaga en halagos y le ría la gracia ‒que es desgracia‒ a los hijos de puta que arruinaron a Cuba. ¡Los odio con toda mi alma! Y yo no quiero el menor de los contactos con aquel que tiene en la pared de su casa la imagen del que mató al hijo de Luciano y tampoco tengo nada que hablar con ése que desafía la tolerancia ‒y la paciencia‒ y se pavonea con la camiseta que tiene estampada la cara de aquel criminal. Y no, no lo quiero cerca de mí ¡porque me dan unos deseos de… ! Es que no, yo no puedo tolerarlo.

Mi odio y el de Luciano y el los viejitos del Versailles, no es odio mío ni de Luciano ni de los viejitos. El odio originario es el de ellos, de los que nos obligaron a odiar y nos pusieron al oído, para que aprendiésemos sus notas tenebrosas, los redobles de la barbarie. Atilas irrumpió en La Habana y el vate de su corte compuso esta canción: « Se acabó la diversión: llegó el comandante y mandó a parar.» Y aquél fue, entonces, el primer día del odio.

Pero hagamos memoria. José Martí ‒nuestro Martí, que sí nos enseñaba el amor y por amor cayó y por una Cuba independiente de la corona de España‒, estando en el destierro, asistió al teatro para disfrutar del baile de una famosa artista española. Inspirado en aquella circunstancia, escribió estos versos de comprensible y hermosa intolerancia:

Han hecho bien en quitar
El banderón de la acera;
Porque si está la bandera,
No sé, yo no puedo entrar.

Y otra vez Martí ‒acaso el más amoroso de todos los cubanos‒ compuso, con toda su rabia, la siguiente estrofa:

Odio el mar, que sin cólera soporta
Sobre su lomo complaciente, el buque
Que entre música y flor trae a un tirano.


lunes, 16 de marzo de 2009

EL MANUAL DE MI VECINO por osvaldo raya

¿Qué extraño? He oído a mucha gente ufanarse de sí y decir, como algo grandioso, «yo soy tan feo como tan franco y me gusta decir las verdades en la mismísima cara de la gente.» Y resulta que las verdades son una lista de imperfecciones y quejas y aspectos desagradables acerca de la persona que lo escucha. También ocurre que cuando alguien ha sido un ser excepcional de la familia o de la historia o fue un célebre autor o pensador y es admirado por muchos, siempre hay quien saca el pecho de pronto y se propone una pesquisa desacreditadora. O cuando un escritor ha creado en su novela un personaje noble y bondadoso y somete su obra al juicio de un especialista, este último suele aconsejarle críticamente: «tienes que humanizarlo y hacerlo más real y relatar ‒por ejemplo‒ que solía endrogarse los fines de semana o que se sacaba los mocos delante de la gente o que fue sorprendido masturbándose en el ascensor del rascacielos de su empresa.» De acuerdo con semejante consejo, parece que debe entenderse que el hombre real es el necio y que ser realista es describir destacando las ruinas del alma.

¡Pero coño qué jodidos estamos! Así es que lo humano son las cualidades despreciables y que decir la verdad es morder al prójimo con una crítica despiadada o es resaltar ante el interlocutor la paja en el ojo y la mancha y el rasgo defectuoso o feo.

¿Y las virtudes? ¿No es humana la virtud ni verdad ni realidad de la vida humana? ¿Y, acaso, toda loa al otro, es siempre ‒como ley fija‒ hipocresía y toda glorificación esconde algún pecado o todo modelo humano tiene sus rincones sucios? ¡Oh no, yo no quiero leerme ese manual infame y callejero que dicta ciertas normas de qué cosa es verdad y qué es mentira o qué es mito y falsedad o cuándo sé es o no realista y sincero! Mi vecino ha comprado esa especie de biblia y veo cómo cita y recita de memoria, ante los otros vecinos, sus estúpidos salmos.

Es que hay que gritarlo, escribirlo en las paredes: que no hay como destacar en los demás las bellezas físicas y espirituales y entender cuánta falta nos hace cuidar el pedestal luminoso de aquellos que supieron trascender en nuestras vidas porque han llevado consigo más virtud que pecas. El sol tiene manchas pero, cuando me da en la cara, no me deja oscuridades sino mucha luz y mis ojos ven mejor el sendero que me lleva lejos.

Elogiar ‒a saber‒ a un buen amigo, es también ser sincero. Ya es hora de que vayamos aprendiendo a decir las verdades al prójimo en su propia la cara y afirmar con valor cuánto lo amamos y cuán felices nos sentimos de tenerlo cerca.

domingo, 15 de marzo de 2009

EL SENTIDO PRACTICO por osvaldo raya


¿Es que acaso sentido práctico quiere decir vasallo de las circunstancias, reo de sí, fiel a todos menos a sí mismo o tal vez quiera decir mediocre, perezoso, pendenciero? Revisemos este concepto que ha estado siendo prostituido por la gente inferior o de media talla.


Cuando, allá, en mi país. trabajaba como profesor de Literatura en la enseñanza media superior, desde 1979 hasta 1992, la corrupción y el fraude promovido por el propio gobierno campeaba libremente y obligaban a los maestros a promover al cien por ciento del alumnado ‒y todo con tal de lucir internacionalmente unos resultados académicos que revelasen la eficiencia de la educación socialista, como si ningún educando de este tipo de orden social no se equivocase nunca en sus exámenes parciales ni finales;‒ cuando, allá, en Cuba, trabajaba como profesor, yo me negaba rotundamente a inflar las calificaciones de mis alumnos y, por el contrario, los obligaba a estudiar más y a tener criterio propio, exigiéndoles resultados de acuerdo con sus capacidades y esfuerzo. De paso, les enseñaba a condenar la moda facilista y promocionista por inmoral y anti-educativa y, sobre todo, por el daño que eso le hace al libre desarrollo de las facultades creadoras. Por todo ello ‒y también por disentir de abiertamente de la política gubernamental‒, claro, tuve que pagar un precio. Y fui despedido de mi trabajo e incluso estuve unos días encerrado en un calabozo de la Policía Política. Y fui amenazado y perseguido hasta salir definitivamente al exilio. Enhorabuena; porque, sí, pagué un precio pero fui premiado por mi conciencia y puede sentirme con la tranquilidad de no haberme manchado jamás con la inmoralidad y el anti-profesionalismo. Y me sentí hombre libre, aun en una nación que toda ella parece una cárcel.


Sin embargo, llovieron las críticas y tuve que soportar que mucha de las personas que me conocían me tuviesen como un tipo poco práctico y rebelde. En realidad, eran ellos ‒y no yo‒ los poco prácticos. Lo que pasa es que demasiada gente suele negarse a entender que la praxis verdadera es esforzarse por ser un hombre mejor, viviendo de un modo que tienda a la pureza y superioridad espiritual. Lo práctico es trabajar todos los días ejemplarmente y en pos de la trascendencia como ser humano y como profesional. El cumplimiento limpio y amoroso de nuestros compromisos con la vida nos hace eternos, nos proyecta más allá de lo accidental y cotidiano y nos acerca a Dios. El enano que crea que la vida es cosa efímera y que nuestros actos no quedan grabados en la memoria universal y no le importe ese juicio final, que no es en el cielo donde se hace sino en lo entrañable de nuestra conciencia, un día ‒no se sabe cuál‒ dará al traste con su propia conciencia y con las consecuencias de su cobardía e inferioridad. Amar no es perder el tiempo; es ganarlo.



Y no me explico cómo, aún sabiendo como yo pensaba, algunos insistían en aconsejarme y conminarme a una reflexión propia de esa gente de visión muy corta o esa chusma que, por pícara, ya se cree sabia y aventajada: « Está bien, Raya, todo eso está muy bonito ‒muy ideal‒; pero tú tienes que aprender a vivir y ser más práctico y no nadar contra la corriente y da por aprobados a esos alumnos que reprobaron su examen.» De modo que práctico ‒según mis expertos colegas‒ quería decir fraudulento e inmoral. Sin embargo, los que nadan contra la corriente son los que dan este tipo de consejos; por eso, porque nadan contra Dios y contra su propia y visceral divinidad. Y yo insisto: la praxis verdadera es no la de aquel que trabaja para la ocasión y la inmediatez, sino el que laborea para la eternidad, el que logra trascender más allá del pan que se gana y del instinto primitivo de conservación. Ser práctico no es complacer como criatura ordinaria los dictámenes de la más baja moral que hace al hombre cobarde e intrascendente, sobornable y estúpido. Los de vista tan corta no son hombres prácticos ni los que creen que la eternidad es una fábula de la teología y no algo potencial, como semilla, que crece poco a poco en el alma humana.


De aquellos tiempos, también recuerdo a aquel colega mío ‒pero del departamento de Biología‒ que se apuntó para participar como colaborador de la dictadura en aquella especie de pandilla paramilitar ‒las llamadas Brigadas de Acción Rápida‒ destinada a neutralizar a golpes ‒o a como fuera‒ a todo el que se pronunciase en contra de las ideas y del régimen socialistas. Se apuntó para colaborar con la represión. Un día yo le pregunté que por qué se aliaba a la infamia, si él ya me había confesado que no creía en la Revolución. Me contestó que lo hacía por un sentido práctico y porque había que pensar en el futuro; pues, al apuntarse, podría acelerar su promoción a jefe de departamento. «Y también lo hago ‒me dijo‒ porque tengo hijos y necesito el visto bueno del Partido para que ellos en el futuro puedan optar por una buena carrera universitaria. De no apuntarme en las Brigadas de Acción Rápida, mis hijos podrían ser molestados en sus escuelas o descalificados por ser hijos de alguien que se negó a inscribirse en las brigadas.» Yo le repliqué que precisamente por el futuro y por sus hijos y por un sentido práctico era que no debería seguirle la corriente al oficialismo, a un gobierno capaz de cuartar la libertad de expresión, de golpear o de encarcelar y hasta de asesinar a los que se le oponían. En efecto, años después, sus hijos crecieron y se enteraron de la opción que escogió su padre y aquí en el exilio, se enteraron de aquello y le pidieron cuentas.


Pero yo seguí siendo poco práctico y seguí luchando por lo creía que se adecuaba a mis principios y no socavaba mi libertad como individuo. Finalmente, después de padecer persecución y otras penurias por mi condición de disidente, salí al exilio.

Y aquí en Miami sigo desentendido de la extraña praxis que la mayoría de la gente ‒y pena que sea la mayoría‒ entiende como buena y funcional. Y otra vez tengo sabios consejeros; con tal de aprenda yo a seguir la corriente y me adapte a mi nueva y adversa circunstancia de recién llegado. A saber: Mi amigo John ‒que antes se llamaba Juan pero como es un tipo práctico se cambió nombre‒ se rió de mí cuando supo que yo estaba escribiendo una novela, en vez de hacer más over time en mi trabajo o cubrir mis horas libres con un segundo empleo y así ganar y ganar más dinero. Según sus consejos yo debería olvidarme de mi vieja sapiencia y de esa tontería mía de escribir y esforzarme en lograr el aval de mis jefes para llegar a ser jefe de limpieza y mantenimiento del almacén donde mi tarea era barrer y recoger la basura. John ‒que cuando se llamaba Juan escribía versos y leía a Saint-Exupèry‒, una tarde se sentó conmigo muy ceremonioso ‒como de las criaturas más experimentadas de este mundo‒ a darme el gran sermón y dictarme el salmo de Miami: «Creo que ya es hora de que tu avión acabe por fin de aterrizar en Miami y te olvides que de tu cultura y tus viejos dones.» Pero mi avión ya había aterrizado donde tenía que aterrizar: en La Habana, allá, donde nací y me hice hombre. Mi pobre amigo obvió un paso en su propia vida. Nació y creció en La Habana y estuvo dando vueltas en el aire ‒sin aterrizar en la ciudad natal‒ hasta que por fin aterrizó en Miami.

Otro caso penoso es el de Pedro Andrés de quien parece que también tengo mucho que aprender, sobre todo de su profundo sentido práctico. Este tío es alguien que, por ser tan práctico, renunció a sus sueños de ser actor ‒o de terminar alguna carrera‒ y se apuró, para estar a la altura de sus vecinos y sus compañeros y seguir la tradición de aparecer en una muy tierna foto hogareña. De ahí que se apresurara en buscar, a pesar de ser clandestinamente gay, una mujer para casarse y tener hijos y luego un perro y una mansión en Cape Coral. Pues a Pedro, un día, le faltó poco para decirme «de qué te sirve, Raya, ser licenciado y saber todo lo que tú sabes y tanta dignidad y tanta espiritualidad, si nada de eso te ha servido para progresar aquí, en Miami. Tienes que ser más práctico. Mírame a mí: soy un ignorante pero tengo una casa grande y mi propia familia; además hablo ingles y gano más de 13 dollares la hora. Allá en Cuba tú eras el sabio. Aquí, ahora, el sabio soy yo.» Y ahí lo tenemos ‒a Pedro‒ viviendo su monotonía y sufriendo en secreto. Ah… y hace poco tuve noticias de que perdió ‒porque no pudo pagarla‒ la casa de Cape Coral. Su esposa y él viven la rutina y duermen cada noche cada uno en su lado de la cama ‒sin tocarse‒, así, como dos hermanitos o dos compañeritos de batalla, cansados de trabajar hasta muy tarde y de atender a los críos y de sacar cuentas para pagar las tarjetas de crédito. Empero Pedro sigue creyéndose un tipo práctico e insiste en vivir en la mentira y la renunciación. Él desconoce la praxis de ser y sólo conoce la de tener y conservar. Prefiere no quedar bien consigo mismo; porque es demasiado riesgoso vivir con la verdad y tratar de ser libre y mejor.

Sépase, pues, que lo más práctico del mundo es amar y caminar por el camino recto; mas no entre dos verdades ‒como una marioneta de la inmediatez‒ sino en esa única e indiscutible que nos hace eternos.

Y, a modo de epílogo, vale la siguiente anécdota:


Recuerdo que mis colegas del Departamento de Español y Literatura murmuraban acerca de cómo yo me desgastaba o perdía supuestamente el tiempo dedicándole horas extraordinarias a mis alumnos. Yo me hacía cargo del taller literario ‒que era en las noches de los viernes‒ o del entrenamiento y ensayos del grupo de teatro estudiantil ‒a veces sábado o domingo o martes y miércoles en horario nocturno‒ o de la preparación del Festival Estudiantil de Aficionados. La hora del receso o en los intermedios de las clases las disfrutaba conversando con la muchachada y enterándome de sus inquietudes y sueños y aconsejándolos o riéndome de sus ocurrencias. O la salida del trabajo me llegaba hasta la casa de algún alumno que se había ausentado por enfermedad o porque estaba deprimido por algún mal de amores o porque tuvieron problemas de familia. Muchas veces me tocaba mediar para que una pareja de novios no deshiciera el bonito romance por causa de celos o de incomprensión de una de las partes. El tiempo no me alcanzaba pero yo era más feliz que aquel colega que dejaba a sus chicos con la palabra en la boca o le decía «ahora no puedo hablar contigo porque estoy ocupado» ‒como si la mayor ocupación de un maestro no fuese ésa, atender a toda hora y alimentar de amor a las jóvenes almas. Muchos en el Departamento pensaban que sí, que yo no era muy práctico y me desgastaba en cosas que no valían la pena o que perdía mi tiempo con los estudiantes… pero yo disfrutaba y disfrutaba ser maestro y ver el brillo en los ojos de mis alumnos cuando se sentían valorados e importantes o cuando se realizaban mostrándome sus creaciones literarias, sus proyectos. No había nada más grandioso para mí ver en el rostro la alegría del que aprende algo y descubre el mundo o se descubre a si mismo a través de aquella clase de Literatura que se extendía más allá del horario escolar y más allá de aquellos días y de aquellos años. Y pasaron más de veinte años de aquella etapa de mi vida, cuando, de repente, un día fui hospitalizado un importante centro con un diagnóstico terrible. Mas… ¿quiénes creéis que iban a visitarme todos los días a mi cama de recién operado o iban a llevarme comida o a darme dinero para pagar mi renta o llevarse mi ropa para lavarla o quién era ése buen hombre que hasta dejó de trabajar para acompañarme a el día que me hicieron la biopsia y quiénes aquéllos que hablaron con mi médico responsablemente como si fuesen mis hijos o familia cercana? ¿Cuáles fueron esas bellas personas que se movilizaron para resolver ciertos asuntos burocráticos y hacer ciertas gestiones para conseguirme los beneficios del seguro médico gratuito que otorga el gobierno? O ¿quiénes fueron los que pasaron más de trece horas esperando que mi cirujano cardio-toráxico terminara su trabajo y les diera una buena noticia? O ¿quiénes llamaron desde España e Italia o se intercambiaron mensajes electrónicos entre Puerto ‒y otros lugares‒ y Miami preocupados por los resultados de mi operación. Y aun más… quien creéis que es mi médico primario o ese médico amigo que iba después de su trabajo a inyectarme a mi casa contra el vómito en los días difíciles de la quimioterapia o la radioterapia? ¿Quiénes son esos amorosos compatriotas ‒exiliados como yo‒, de unos treinta y tantos o casi cuarenta años, que casi todos los días me llaman por teléfono para ver cómo va mi salud o ver qué cosa me está haciendo falta?


A FAVOR DEL VIENTO Y LA MAREA por osvaldo raya

No fui yo quien prohibió a los jóvenes cubanos escuchar la música de los Beatles por parecerme de gusto muy burgués y pernicioso para las juventudes socialistas ni yo prohibí entrar a los hoteles cubanos a los propios cubanos ni me opuse con mi infalible poder a que los maestros de Historia contarán la Historia verdadera de la República de Cuba. Yo no estuve en contra de darle el valor que merece la moneda del país; de modo que el cubano pudiese, con su salario en pesos ‒no en dollares como los turistas‒, comprar en los mercados del territorio de la isla. Y nadie vaya a creer que fui yo quien se opuso a la libertad y la democracia de mí país, imponiendo un régimen totalitario y de despiadada represión. Y mucho menos me opuse a que siguieran con vida aquellos que se atrevieron a contradecir el oficialismo y esa idea más bien aldeana ‒en el sentido grotesco y bestial de la palabra‒ de la sociedad comunista o de esclavismo de estado. Yo no inventé los juicios sumarísimos ni los sistemas de vigilancia y espionaje del Ministerio del Interior de Cuba ‒de los cuales nos previno George Orwell. Ni inventé la censura del Departamento de Orientación Revolucionaria ni me opuse a la libertades de expresión, de reunión, de credos. Tampoco fui yo el autor de los aterradores campos de concentración ‒conocidos con las siglas U. M. A. P.‒, que eran el mejor ejemplo de oposición a toda racionalidad y dignidad humanas. Yo no me opuse a que los homosexuales cubanos actuaran y se manifestaran en concordancia con su sexualidad y su estética. No fui yo quien se opuso a una televisión desideologizada y plural o a que en los programas del sistema de educación nacional aparecieran concepciones y principios propios de las sociedades abiertas y normales.

No, yo no pertenezco ‒ni pertenecí ni quiero pertenecer‒ a ningún partido de oposición. ¡Líbreme Dios de ello! «Yo no soy un opositor; opositor eres tú»: eso le dije a David del Pino, el oficial de la Policía Política ‒asignado para atender mi caso‒, una de las tantas veces que me interceptaba en medio de la calle para proferirme sus advertencias y recordarme que la cárcel estaba llena de gente como yo. Y añadí a mi pequeño discurso: «Yo soy un facilitador. Me he dedicado toda la vida a favorecer las facultades libérrimas y naturales de todos los hombres ‒y no a oponerme‒ y a enseñar a mis alumnos a ser libres y de bien. Yo abro caminos. Tú, por el contrario, los cierras ‒te atraviesas‒ y te opones exactamente a todo lo que yo favorezco. Tú sí eres un opositor.»

En verdad es así.

Como escritor, no levanto mi pluma para criticar o reaccionar, no nado en contra de ninguna corriente ni voy contra el viento y la marea. Yo soy el viento y la marea, la acción ‒y no, la reacción‒; el creador y no, el crítico de la creación. Ni siquiera tengo el pseudo-oficio de contestatario o respondón que, como todo pseudo-oficio, sólo precisa, del tonto que lo ejerce, mucho saín de energía: todo el sobrante de aquélla que el universo emplea en adelantar y purificarse. No gasto las fuerzas de crear, de proponer y crecer, en contestar o reaccionar, en desacreditar o desacralizar lo sacro o en buscar, en la galaxia humana, la estrella que se malogra sino en ayudar a que se vea, como Sirio, el resto de las estrellas. Resulta que no estoy en contra sino a favor de mí y del diseño y del orden perfecto que dispuso la divinidad.

La Humanidad ya tuvo demasiados oponentes y contestones, demasiados criticones y desacralizadores. Ya ni se sabe cuántos han sido los que a lo largo de la Historia se rebelaron contra Dios y contra el Hombre: basta recordar a aquel Sargón de los asirios que secuestró a diez tribus de Israel o a Nabucodonosor, que invadió y blasfemó, o a aquel famoso rey de los hunos a quien llamaban el Flagelus Dei ‒como si fuese Dios quien flagelase‒ o a Napoleón o a Hitler o a Trujillo… o basta con ver el rastro de ruinas que va dejando este Innombrable que ha gobernado a su antojo, durante cincuenta años, a mi sufrido pueblo. Todos aquellos eran ‒como este último, el Innombrable‒ genuinos opositores, rebeldes, revolucionarios. Hay que pensar que rebelde es uno de los posibles epítetos de aquel vanidoso y envidioso ángel que, al caer de culo en la tierra, expulsado del Cielo, abrió esos abismos donde ya hay mucha sangre como sedimento. No es orgullo ‒y sí vergüenza‒ ser rebelde o revolucionario o criticón o irreverente buscador de las pecas en los soles de la galaxia humana o ser de los que siempre llevan la contraria. El universo es perfecto pero allá van los soberbios a quererlo cambiar y es perfecta la esencia del hombre pero allá van los soberbios a reeducarlo, a susurrarle odio, a inocularle alimañas roedoras de la mente, a agruparlo como a ratas y a adoctrinarlo para apoderarse de su patrimonio espiritual o a enfajarlo, en molde indigno y despreciable, en función de intereses mezquinos y primarios.

¿Quién es el opositor? ¿Yo? ¿Soy yo el rebelde? No. Nunca luché contra gobierno alguno sino a favor de mi libertad individual y la de los míos. Sin embargo, el gobierno de Cuba siempre luchó contra mí y contra los míos. Y eso mismo fue lo que me hizo sentir superior al dictador cubano; ¡y hasta llegué a compadecerme de su miserable rol! Un día, al salir del calabozo donde estuve durante 78 horas por causa de mi peligrosidad ideológica, cuando llegué a mi casa, sonreí y me dije: «El tirano es mi esclavo. Yo pongo la acción, la iniciativa, y él tan sólo se limita a reaccionar.»

Es que tampoco José Martí ni ninguno de nuestros héroes de la independencia lucharon contra España sino a favor de Cuba. La oposición era España. Y no sé yo que el amor sea un oponente o un opositor el poeta o el hombre bueno. Nada hay más ajeno a aquello que se opone ‒sino afín a lo que lo favorece‒ que la libertad, la justicia, la literatura, el arte… Es que no conozco ‒porque es imposible que la haya‒ poesía de la oposición y no ha de llamarse poesía al discurso repugnante.

Y a lo que voy: Digamos las cosas como son. En Cuba, el partido que está en el poder es el de la oposición. Si… ¿qué es, si no, el Partido Comunista? Yo no soy la oposición ‒lo repito‒ ni qué va a serlo Martha Beatriz Roque ‒activista incansable por la dignidad y por los derechos de sus compatriotas‒ ni Oscar Elías Biscet ‒médico de acerado bronce, como aquel titán de la gesta cubana a favor de la fundación de una nación auténticamente cubana‒ a quien el gobierno encabezado por este Partido Comunista pretende reducir en sus aterradoras ergástulas. Ni lo son las Damas de Blanco que desfilan cada domingo por las calles de La Habana para favorecer el regreso de sus esposos encarcelados. No fueron opositores los miles y miles de fusilados y desaparecidos ni todos aquellos hombres que se organizaron ‒y aún se organizan‒ para hacer valer su palabra y su reclamo de restablecer la república y la paz. ¿Y cómo llamarle opositor al joven Pedro Luis Boitel, confinado ‒y asesinado, finalmente‒ por no bajar la cabeza ante sus verdugos e insistir en su lucha por aquello que consideró más justo y más humano. A saber: ¿a qué se opusieron y se oponen todos los que desean traer de nuevo a su curso normal la historia de ésta isla? A nada. Ellos, como el Creador, favorecieron ‒y favorecen‒ el viento y la marea.

viernes, 13 de marzo de 2009

BREVE NOTA DE ALERTA SOBRE LA BOBERIA por osvaldo raya

Hay que estar alerta y no contagiarse con la bobería. Está de moda el wannabe, el whatever, el que siempre quiere ser pero no es y que le da igual morirse así ‒¡el pobre!‒ como un don nadie y un don nada ‒o fingiendo ser alguien o algo‒; porque el infeliz quiere lucir relajado ‒aunque reviente‒ y ser cool, que es la consigna, y hasta levanta su pendón de petimetre como bandera de equilibrio y sin embargo no es más que pendón caído y su heráldica es una tela llena de matices pero sin compromisos con ningún color. La virilidad está en peligro. Hay ‒y es pena‒ quienes quieren que no los acusen de absolutista o dogmático y huyen despavoridos ante el planteamiento de una verdad universal como Dios, el Amor, la Justicia, la Moral y van entonces como mujerzuelas a asirse esta especie de teorema sobre la vacuidad: «cada cual tiene su opinión y esa es tu opinión y yo tengo la mía» ¡Vaya, como si Dios fuese la opinión que cada cual tiene de Dios y el Amor lo fuese igual y el resto de los grandes conceptos! Es que hay fobia por la esencia y por la trascendencia humana. Mucha gente prefiere revolverse en lo accidental y efímero y aceptar el chantaje de la muerte: el sibaritismo que propone el mercado, el hedonismo, el narcisismo, la estupidez.

El hombre hombre no está nunca entre dos verdades y, como se sabe eterno, no tiene miedo de su verdad ni de las verdades troncales y mayores. ¡Dios mío, algún daño debe de estar haciendo el deslumbrante blackberry, el iphone, el mp3, la hamburguesa!

CARTA A MI AMIGA IVELIS SOTOMAYOR por osvaldo raya

Soy muy dichoso. Te tengo y me tienes. Tú eres de esos amigos así de poderosos que sólo usan una cuarta del voltaje que acumulan y ya seducen para siempre y se hacen inolvidables. Y es que a veces ellos ni saben lo que provocan en el cielo mismo de cada alma solitaria y deseosa de ser conquistada por otra alma. Y sí, hay amigos que me secuestran el entendimiento y la sabiduría y me dejan bruto, celoso, salvaje de la razón y de la mente; pero me hacen el más iluminado y entendido en los sentimientos y el amor. Tú eres así y eso es un modo de salvarme la vida. No es lo que sabemos de literatura o de religión lo que nos hace felices a los hombres sino nuestra indiscutible conexion con la esencia. Y a mí me pasa. Cuando amo, me siento maestro de todo y alumno de directo de Dios. Y yo te amo, mi niña, y a todos los que en los días difíciles me acompañaron y me dejaron, en la mejilla que guardo para lo eterno, el beso salvador. Entonces no cabe duda: el amor es la borla, y el sudor ‒lo es también‒ de aquél que laborea como Hércules y cumple su tarea.

Sucede que no se puede excluir la inteligencia de los sentimientos ni encaminar nuestra vida únicamente hacia el conocimiento y la ciencia. No entiendo porqué no nos enseñan en la escuela a ser felices ni a lidiar con el mundo de los afectos y las emociones. Siempre nos educaron para competir, nos entrenaron para fanfarronear y repetir. A veces, al graduarnos de la universidad, notamos que nos ha crecido la cabeza y se nos ha achicado el corazón. Empero, la verdadera y divina inteligencia involucra a nuestras emociones y ésa es la que nos prepara para la existencia; porque en la vida cotidiana andamos entre los estados de animo de quienes nos rodean o envueltos en el manto de nuestras propias inquietudes afectivas. Por eso puedo afirmarte que el amor es lo más inteligente, la patria imaginada, el mito, los dioses y sus rituales, los cantos de sirenas y el pícaro sonido del garabato de Elegguá cuando está abriendo caminos en el monte.
Dichosos y sabios mis amigos ‒casi todos cubanos‒ porque han sabido vivir dentro del mito. Allá en Cuba, a la hora del café ‒cuando hay café‒ o a la salida del trabajo, se suele tener esa extraña conversación acerca de las ofrendas y los oráculos y de las apariciones de espíritus y de los mensajes de los ángeles que se posan en la mesita de noche, a las tres o las cinco de la madrugada. Ser cubano es ser amante ‒que no es ese sambenito de puto que nos cuelgan algunos europeos‒; y es como una sabiduría ser cubano.

Todos los días me acuerdo de la ciudad que a veces me ayuda a no morirme del susto que habría resultado la vida sin mi propia leyenda y ‒peor‒ sin la de todo mi pueblo. Y es que cada individuo de nuestra tribu posee esa potente y humana divinidad que lo hace capaz de levantarse de todas las caídas y de amar lo que toca y lo que mira. Yo mismo, por ejemplo, puedo decir así, sin temor a los que se la pasan exigiendo consenso y evidencias tangibles, que estoy vivo y contento gracias a Yemayá ‒la Poseidona de La Habana‒ y a Babalú Ayé ‒mi San Lázaro, el de los perros y las muletas‒ y mi San Judas Tadeo. ¡Y cuánto le debo a Shangó y a mi preciosa virgencita de la Caridad, nuestra Istar, nuestra Afrodita! A donde quiera que vayamos los cubanos llevamos con nosotros el aura violeta de nuestra amada islita.

Cuba no es un país sino un alma colectiva de seres dotados para ser bailarines a la vez que sacerdotes. Para nosotros, la alegría forma parte del ritual a nuestros dioses y así los homenajeamos en medio de las ruinas de afuera, y las del alma. Nadie crea que el tirano nos ha vencido o nos ha invalidado el amor. El Cesar se morirá con las ganas de deshacer nuestra gracia. Somos invencibles. Cincuenta años con la bota encima y seguimos vivos y sin desistir de la esperanza de que un día un San Jorge vendrá y matará, con su espada flamígera, al dragón que nos acecha.
Estoy lejos, igual que tú. Vivo ahora en tierra firme y peninsular ‒tierra acogedora pero distinta‒ mas no importa: yo mismo ya soy Cuba o, como un caracol, me la llevo a todas partes, sin alardes de banderitas ni símbolos que lo evidencien. Yo sé que a ti te ha pasado lo mismo. Y tú vas a saber que digo bien cuando digo que Cuba es mi gracia, mi poesía, mi don para hablar con todas las alturas y entender todos los mitos. Cuba es mi inteligencia; porque es el amor grande.

Tuyo
O. R.

jueves, 12 de marzo de 2009

FUNDAMENTACION DEL AZUL por osvaldo raya

« (…) quiero lanzar mi grito, / sollozando de mí como el gusano/ deplora su destino. / Pidiendo lo del hombre, Amor inmenso / y azul como los álamos del río. / Azul de corazones y de fuerza, / el azul de mí mismo (…)»
Federico García Lorca


El azul no es forma sino sustancia. Todo el mundo tiene su azul, el cual no está en la piel sino en la hondura. Y el cielo es azul por eso, porque el fondo se toca la cola y, siendo así, horadar es igual que elevarse. De modo que todos tenemos celestialidad, primero adentro que afuera. Pero bien adentro... Nada, que mi propio azul no es propio o tan mío es que, al adentrarme en mi espíritu, me encuentro siempre con el espíritu del prójimo. Entonces, el azul de mí mismo es esa casa demasiado visceral donde convivo con todos los hombres de la tierra. El azul es un sitio común y confluyente al que todos podemos acercarnos, en la medida en que vayamos alcanzando nuestro estado más puro y sustancial. Allí ‒allá adentro‒ no existe la identidad ni los accidentes de la vida vulgar y cotidiana. Lo azul no es el alibi; por el contrario, se trata de la cercanía más profunda donde de veras colindamos con la divinidad.

Digo, pues, que ni siquiera es color este color; porque ‒a saber‒ tu príncipe azul ‒que no es hembra ni macho‒ y mi príncipe ‒o tanto el príncipe de mi vecina como el de mi vecino‒ son el mismo y el mismo blasón los representa. Llámese azul a la esencia y al nombre. Y, de igual manera, también, al universo. Ah… cuando hablo de mi azul, hablo del tuyo!

FREEDOM FLIGHT

FREEDOM FLIGHT
por ANGEL PEREZ pintor cubano-americano