Según el amarillento santoral de mi abuela, tocaba a San Osvaldo ‒el santo de mi nombre. Sin embargo mi alegría tenía que ver con la patria y con la libertad. El 5 de agosto de 1994, tan pronto me enteré del corre-corre en Centro Habana y a todo lo largo del Malecón ‒desde la fortaleza de La Punta hasta más o menos el Hotel Nacional‒, salí en la bicicleta desde mi casa de El Vedado enrumbado hacia vórtice de la tormenta… pero unos policías me detuvieron apenas llegué cerca de lo que se conoce como La Piragua y me conminaron rabiosamente a regresar por el mismo camino por donde había venido. Luego sentí que un par de agentes vestidos de paisano me seguían en sus bicicletas pero en medio de tanto alboroto me perdieron la pista. Traté de escabullirme y buscar atajos para entrar en la zona de conflicto. Mas no pude. Un recio cordón policial establecía una frontera que dejaba aislados a los manifestantes del resto de los ciudadanos. Algo grande estaba pasando. Entonces, a fin de empaparme bien de la situación, opté por prestar atención a todas las murmuraciones y comentarios espontáneos de la gente y saqué mis conclusiones. Era un alzamiento popular, una protesta que en principio tenía el propósito de culminar ‒quién sabe cómo‒ frente al mismísimo Palacio de la Revolución. Con desesperada rapidez, el gobierno se movilizó con sus armas más sucias. Algún vecino de Centro Habana, días después, me contó que bajo su balcón pasaron camiones que tiraban de cañones de gran calibre y jeeps con soldados de armas largas. La televisión dio su versión e intentó resaltar, en un operativo efectista, el heroísmo del Comandante en Jefe que se apareció repentinamente en el corazón de la revuelta pero rodeado de un dispositivo militar increíble, una especie bunker humano. Pero aun así, en aquella imagen televisiva, que ya después no fue retrasmitida por el noticiario, desde el fondo de la escena ‒y no muy lejos de allí‒, sobresalían voces del agitado gentío que le gritaban «¡asesino!» al Jefe de la Revolución y coros que poco a poco se fueron apagando pero que alcanzaron a distinguirse perfectamente con su reclamo de « ¡libertad, libertad!»
La prensa oficial reflejó los hechos como un estallido de delincuentes y resaltó los supuestos actos de vandalismo. Es verdad que la multitud atacó las tiendas, rompiendo los vidrios de sus escaparates y destrozando algunos de los artículos en venta ‒no asequibles a todos los cubanos porque sólo podrían adquirirse en dollares y no en moneda nacional. Lo que no dijo el oficialismo fue que sólo aisladamente hubo algún robo y que la mayoría de los manifestantes ni intentó siquiera llevarse nada para sus casas. La ira del pueblo tenía por objetivo protestar contra el régimen. No hubo robos. Únicamente se pretendía dejar un mensaje al gobierno.
Los habaneros tuvimos la satisfacción de gritar asesino en la cara misma del Usurpador, a pesar del aspaventoso operativo de las fuerzas de represión. La Habana apartó sus miedos y dijo de una vez la verdad que desde hace mucho tiempo parece haber estado escrita en tinta potencial en cada muro y en cada fachada. La ciudad extrañaba la libertad y la deseaba y aquel 5 de agosto ‒día de San Osvaldo‒ salió a exigirla con todas sus fuerzas. Los muros hablaron. Los cubanos todos, en boca de los capitalinos, hablamos, al fin. Le dijimos «no» a la dictadura comunista.
http://osvaldo-raya.blogspot.com/
La prensa oficial reflejó los hechos como un estallido de delincuentes y resaltó los supuestos actos de vandalismo. Es verdad que la multitud atacó las tiendas, rompiendo los vidrios de sus escaparates y destrozando algunos de los artículos en venta ‒no asequibles a todos los cubanos porque sólo podrían adquirirse en dollares y no en moneda nacional. Lo que no dijo el oficialismo fue que sólo aisladamente hubo algún robo y que la mayoría de los manifestantes ni intentó siquiera llevarse nada para sus casas. La ira del pueblo tenía por objetivo protestar contra el régimen. No hubo robos. Únicamente se pretendía dejar un mensaje al gobierno.
Los habaneros tuvimos la satisfacción de gritar asesino en la cara misma del Usurpador, a pesar del aspaventoso operativo de las fuerzas de represión. La Habana apartó sus miedos y dijo de una vez la verdad que desde hace mucho tiempo parece haber estado escrita en tinta potencial en cada muro y en cada fachada. La ciudad extrañaba la libertad y la deseaba y aquel 5 de agosto ‒día de San Osvaldo‒ salió a exigirla con todas sus fuerzas. Los muros hablaron. Los cubanos todos, en boca de los capitalinos, hablamos, al fin. Le dijimos «no» a la dictadura comunista.
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Hola, hola…
ResponderEliminarPara ti, hay en mi blog una bandera de libertad y una cara de democracia. Cuando quieras pasas y te las llevas. Son tuyas.
Cuba y Venezuela unidas siempre. No para maltratar a nuestros hermanos con regímenes como los que las dominan. Sino para gritar la palabra ¡LIBERTAD! desde donde mejor se escuche. Bien desde un papalote o desde el inquieto “trotamar” de Josán Caballero.
Besos
Inés de Cuevas
http://inesdecuevas.blogspot.com