martes, 28 de abril de 2009

MI PRIMERA PARANOIA por osvaldo raya

Mi tía Mirta había notado mi prematura desconfianza y alarmada le dijo a mi madre: «Llévalo al médico, Alida: tu nené es muy raro.» Nada, que cuando yo era muy niño y apenas había aprendido a mantenerme en pie por mí mismo, nunca me senté ‒y menos, me dejé caer como una masa sosa‒ en el suelo de granito de mi casa, sin antes golpearlo varias veces con mi propia manita y cerciorarme de que éste ‒el suelo de granito‒ era lo suficientemente contundente como para soportar mi cuerpo; asegurándome así de que no se trataba de una trampa, de una superficie que se deshiciese al menor contacto.

Parece que ya yo venía advertido de la anterior encarnación, en la cual era muy posible que también, como en ésta, me habían estado persiguiendo los comunistas. Mi primera jerigonza de bebé ‒según me contó Mamá‒ fue en verdad alguna frase en ruso. No dije mamá ni papá sino algo así como KGB.
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sábado, 25 de abril de 2009

NEGACION Y REBELDIA por osvaldo raya


«El hombre que lo niega todo, a quien se niega es a sí mismo.» (*) José Martí

No imagino a Dios diciendo no; de ahí que lo primero que hace el rebelde ‒que es lo mismo que revolucionario‒ es negar a Dios. Tampoco, en principio, hay nada en el universo que diga no porque, de ser así, la Creación seria una invención estúpida y la naturaleza no pasaría de ser un proceso de involución y podredumbre. La esencia humana es cosa afirmativa y subyace en armonía ‒y no en discordancia o negación‒ con el orden universal y divino. La existencia misma es una gran afirmación. Los ríos no hacen otra cosa que decir y siguen su curso arrollador, reafirmándose sin parar, venciendo cada piedra y cada obstáculo, hasta llegar al mar. El sol dice toditas las mañanas y conmina a vivir, a decirnos a nosotros mismos «sí» y «sí» y otra vez «sí.» Lo originario y natural es el . El pertenece a los que se mueven y avanzan, a los creadores y emancipadores. El no, en cambio, pertenece a la chusma tullida e ignorante, al individuo olvidadizo y perezoso. El no es la bandera de los opresores.

Es que es contra-natura negar y renegar, decir el no tajante y rebelde, ese trasnochado y típico del majadero adolescente quien lo pone en su boca para llamar la atención y marcar su territorio. Es frecuente oír hablar del joven irreverente que se la pasa blasfemando y burlándose de los íconos de la tradición familiar y rompiendo, encabrestado, un plato por aquí y otro por allá y mandando a la porra a la maestra de Química y luego a su propia madre y a su padre. Es ya proverbial que se encierre a rumiar en su cuarto para comenzar su huelga, su cadena de negaciones: entonces no come, no se baña, no respeta los horarios para poner su música estridente a todo lo que da, quebrando los silencios troncales y celestes, el sí callado y laborioso de la divinidad. Pero resulta que el mozalbete deja de serlo y crece y se convierte en adulto y licenciado en Bioquímica y de pronto es padre y no pasa mucho cuando es abuelo y recuerda agradecido y con lagrimas los días aquellos cuando tenía padre y madre y el esfuerzo de éstos por ayudarlo a superarse y a triunfar en la vida y las lecciones hermosas de la maestra de Química. Duele haber negado alguna vez. Y da vergüenza.

Entonces, cuando uno ya madura ‒y alcanza sabiduría y sensatez‒ comprende que negar no tiene sentido y que es una posición de oposición, como esa que asumen los que temen la verdad y la virtud, los enemigos del desarrollo libérrimo de las facultades maravillosas de la individualidad humana. Dígase pues que el consejo del hombre cabal es el . Hay que tener mucho coraje para afirmar y reafirmarse, para no renunciar a las metas propuestas y hacer como el tren que parece pitar «¡allá voy!» y no para. Definitivamente, el es para los valientes. Se necesita ser más bravo para reconocer y hacernos reconocer que para negarlo todo.

Los hay ‒los llamados negacionistas‒ que han negado la Historia descaradamente y dicen que no, que los campos de concentración instaurados por los nazis en la Segunda Guerra Mundial no existieron y que no fueron más que una invención de los judíos. E incluso he conversado con jóvenes cubanos que viven fuera de Cuba ‒no en Miami sino en México o en Europa‒ y que han llegado a decirme que no existen pruebas de los fusilamientos extrajudiciales cometidos por la Revolución Cubana ni de los campos de trabajos forzados a donde fueron confinados homosexuales, religiosos, hippies y chicos que simplemente tenían ‒según sus carceleros‒ inclinaciones extranjerizantes y pequeño-burguesas. ¡Tal es la cobardía y la ofensa a los pueblos!

Definitivamente, negar es un crimen y atizar el no, también. Negar es olvidar, romper, quebrar, poner muros y vallas, parar, detener, interferir, interrumpir, desacralizar, desacreditar, cambiar ‒volver atrás‒ el curso normal de la vida, desviarse del camino, hacer trampas, irrespetar y patalear como hembra desaforada y sin bridas. Los incapaces dicen «no» y se sientan cómodamente a vivir a costas de los que dicen «sí.» La negación no es otra cosa que pasividad y perversidad. En tanto, la afirmación es actividad, acción, producción, creación, sabiduría y bondad. Para ser libres ‒por ejemplo‒ no hace falta negar. La libertad es el conocimiento de aquello que nos dice «sí, podemos.» Y para salir adelante y combatir nuestros miedos, no sirve para nada poner de por medio las rabietas y los desatinos del no ni esa ignorancia y desdén por la Historia de la Humanidad. Lo que hay que hacer es darnos a valer y dar a valer nuestra Historia y los principios morales por los que lucharon nuestros antecesores y plantarnos delante de nosotros mismos, con determinación y firmeza, y reafirmarnos como seres merecedores y dignos. Debemos apoyar todo el tiempo ese anhelo de convertirnos en una energía productiva, imparable e invencible. El deber de cada cual es tratar de competir con el mismísimo Creador, sin perder el tiempo en temerle o negarlo; de modo que, al crear y crear, nos vayamos igualando a lo divino.

Hay que decir a la libertad y a la vida; por encima de los representantes del no: los tontos y los tiranos. (Ah… y yo sé ‒yo sé; y nadie ose aclararme lo obvio y elemental‒ que cuando mi pueblo ‒y yo con él‒ grita espontáneamente «¡no!» al odio del dictador de Cuba, no hace más que gritar «¡si!» al amor y a la patria; es decir, «¡no!» al no).
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(*) Martí, José: Obras Completas; t. 21, p.379. Editorial Ciencias Sociales. La Habana, 1975

miércoles, 22 de abril de 2009

LA PUERTA DE MI CASA por osvaldo raya


Tantas veces la sorprendí pegando el oído a mi puerta, tratando de escuchar, a toda costa, las conversaciones de mi casa; tantas ‒pero tantas‒ veces que ya llegó un momento en que no me importaba. La aldaba de mi puerta activaba su alarma y ella corría a curiosear quién venía a visitarme y por qué. Su apartamento quedaba exactamente frente al mío y le era, pues, muy fácil espiarme. Aquél era su puesto de atalaya; porque, a través de su mirilla, controlaba las veces que yo salía y las que entraba o las que no regresaba a dormir en casa. Todos los vecinos del edificio se cuidaban de no decir, en su presencia, nada comprometedor o en contra del oficialismo. Resulta que su hijo ‒Roberto Linares‒ era un repugnante agente de la Policía Política de Cuba y ella misma era informante voluntaria.

Entonces decidí quitar la puerta: Chichita, la soplona, era la puerta.
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lunes, 20 de abril de 2009

EL PILLO por osvaldo raya

«Todos los pícaros son tontos» José Martí
Como ser un hombre bueno ‒es decir: un hombre grande‒ significa ser un tipo ‒o tipa‒ bien plantado, sacrificado, laborioso y honesto, capaz de superarse a sí mismo todos los días y de contribuir también a la superación de los demás; como es tan difícil ser una criatura ingeniosa y auténtica y es tan facilito robar, plagiar, vivir del cuento, violar la ley de Dios y la de los mortales y lleva tan poco esfuerzo engañar, traicionar, cometer fraude y adulterio... y como es nada dificultoso ser perezoso y adherirse como lapa al otro, al que trabaja y lucha o como es menos engorroso recibir que dar, entonces, por eso abundan los pillos, esos que hacen malabares ‒risibles artimañas con las que pretenden seducir al mundo‒ para que el hombre bueno se ponga a su servicio. Pero ser hombre bueno no es ser bobo. El bobo no es ni hombre. Y el que es bueno, pues, es paciente y espera ese momento ideal para desenmascarar en el ágora al pilluelo y evitar más víctimas.

¿Y qué es un pillo? Un mediocre. Un Don Nadie que adereza su apariencia para lucir como un Don Alguien, un tipejo sin bandera y sin árbol porque se acoge a cualquier pabellón y a cualquier sombra, de acuerdo con su camuflada conveniencia. Pero el pillo es tan tonto ‒tan tonto‒ y es tan burro que a uno le da hasta lástima decirle en su cara que su musiquita en el oído de los hombres de ley ‒los creadores‒ suena ridícula y pasada de moda y que todas sus ideas no son sino meros calcos y repeticiones o que su supuesto poder de encantamiento no sirve, no funciona con quien ya tenga al menos una cana y una herida. Creo que el infeliz ni se entera que más bien provoca risa, unas veces y llanto, otras; y es que es como payaso, por ese excesivo de maquillaje o como muerto-vivo, por su despampante inutilidad. Todos los pícaros son tontos; ya que hay algo que siempre pasan por alto y es eso, que el universo es exigente y ya tiene preparada su karmática fusta para darle el primer golpe ‒la primera y más sacudidora lección.
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sábado, 18 de abril de 2009

MUJERES por osvaldo raya


A mis amigas y a mis ex alumnas, en homenaje a su arrojo.

A veces el macho cabrío en mitad de la montaña se echa, se detiene, hace un nudo de sí mismo, se tranca y cae. Y se lo puede ver hastiado y sin fe, durmiendo tres veces en la tarde la misma siesta; porque ya le ha parecido excesivamente agotador y largo el camino a la cumbre. Y es la hembra, entonces, quien toma su lugar y no renuncia. Con su cautela de cabra, se empina y reemprende el viaje hasta lo alto; a desplazar, incluso, de su trono, al águila soberbia. Y lo logra; y quedan, los suyos ‒incluyendo al macho‒, por fin, a salvo.


Y hay mujeres así, que empujan más que su hombre. Es ahí cuando tanto el macho cabrío como el hombre entran en pánico y se sienten con el orgullo demasiado herido y la antigua prepotencia acribillada. Una insólita virilidad ‒esa muy femenina virilidad de ying que asume el yang‒ los desafía y se impone la proverbial intolerancia del falo absoluto y único que decide derribar a ese otro falo ‒o aura de hembra con los colores de lo fálico‒ que se le aproxime o pretenda competir y ganar en las lides de su circo. Mas… ¡qué tontería! Ahora, aun echado, al lado de los áspides, el macho estalla de celos o de envidia y comienza la guerrita sucia, la ofensa. Él trata de humillarla a ella y le apunta ‒él‒ con su alabarda para derribarla de su ínfula nueva y tumbarle ‒a ella‒ el ala que le he crecido en los costados.


Y no. Yo no entiendo. ¿Por qué mejor el esposo no se siente más bien honrado y orgulloso, inflado de la gloria de la gran mujer que tiene y reconoce su instinto agencioso y sus esfuerzos; en vez de minimizarla a toda costa y hacerle creer, todos los días, que es incapaz ‒aunque esté viendo que sí, que es bien capaz y que de tal capacidad se beneficia‒ y que es ella la inútil, la estúpida, la inapetente y la que hace todo mal, hasta el sexo? ¿Por qué en lugar de zaherirla y criticarla no la premia y la pone en un altar de besos y de flores frescas, y junta su hombro incólume con el de ella? ¡Ah… pero ya entiendo!: Ese varón no es tan varón. Y sé más: El que se sabe pequeño no quiere crecer ‒no se esfuerza‒ y prefiere retorcerse y susurrarle al gigante la hiel y los dardos que van directo al alma noble y frágil y atizan la culpa y el descrédito de lo propio; con tal que se arrodille ‒el gigante‒ y se ponga a la altura de la hormiga.


Pero el hombre grande ‒o la mujer‒ es grande siempre; incluso, si se agacha para comer en la mesa del enano.
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viernes, 17 de abril de 2009

COMERSE LAS UÑAS por osvaldo raya

origen de la foto: www.padresok.com/

Todavía a estas alturas, con cincuenta y cuatro años de edad, mantengo la mala costumbre de comerme las uñas. Y no había reparado en eso, no en que me como las uñas sino en por qué me las como. Luego de someterme yo mismo a una especie de regresión ‒sin tener que llegar tan atrás, a otras vidas‒ arribé a la conclusión de que esta manía se debe a un trauma de mi adolescencia. Un día, cuando yo estaba en la secundaria, un profesor interrumpió, abruptamente su clase al ver que yo estaba muy entusiasmado comiéndome las uñas e, incluso, esos sabrosos pellejitos que las circundan. La clase era la de Historia y me parecía la misma todos los días; pues, en lo esencial, era siempre una gran apología al socialismo y a la Revolución Cubana. «Comerse las uñas ‒dijo señalándome con ira‒ es un acto deplorable. Es un maltrato a la propiedad del estado. Nosotros le pertenecemos a la Revolución.»

Después de aquel día empecé a comérmelas en secreto pero aún con más intensidad. Comerme las uñas fue mi primer e inconsciente desafío al gobierno comunista.

martes, 14 de abril de 2009

NO SOMOS, LOS CUBANOS, UN REBAÑO DE OVEJAS por osvaldo raya

Yo no sé… pero quizá haya pueblos que para domarlos con medio tirano es suficiente o con la cuarta parte o con tan sólo un octavo de tirano. Yo no sé… Pero otra cosa es domeñar a un pueblo como el mío que lleva en su sangre la de otro pueblo ardiente fundado por Hércules ‒así como Eneas fundó a Roma‒ y que, además, fue mezclado con la estirpe de aquellos nigerianos que, a pesar de su condición de esclavos, siguieron reverenciando a sus dioses del África, ahora sincretizados ‒más bien perfeccionados‒ y en tierra nueva, para burlar al amo católico y venerar en Santa Bárbara ‒patrona del minero que arriesga, entre explosivos, su vida en las minas de Riotinto, allá en Huelva‒ a su bravo y viril Shangó, dueño del fuego, del rayo, del trueno. Y es que eso mismo ‒o más o menos‒ hicieron los griegos frente al avance del cristianismo con la divina Deméter, a quien convirtieron en Santa Demetria. Y desde entonces en Cuba todo el coraje universal se fundió ‒se hizo como ajiaco‒ para fundar a una nación de gente brava. Luego, si todo allí es armónica mistura y conveniencia universal, no hay negros y blancos sino cubanos en Cuba y no hay cultura negra ni blanca sino cubana. Nadie, pues, pudo dividirnos. No somos ni españoles ni africanos. Las heridas del pasado no abrieron grietas en nuestra identidad. El colonizador, con todo aquel poderío imperial y aquel odio, no pudo deshacernos y abrimos los brazos, con amor, a la diversidad y al mundo. En la República, el negrito y el gallego ‒el gallego esta vez de emigrante‒ se burlaban de sí mismos ‒se divertían juntos‒ al menos en las escenas de alguna obra en el teatro Alhambra y compartían, de igual a igual, la cuartería y el carromato del carbón; y los dos miraban libidinosamente a la mulata culona. El español no era visto como raza superior ni como antiguo esclavizador sino como alguien de la familia que tiene otro punto de vista menos tropical y más aldeano y a quien amamos a pesar de Weyler y su terrorífico invento de los famosos campos de la Reconcentración, cuando la guerra. El amor nos hizo fuertes y nos dotó de gracia y de espíritu especial. La historia nos sirvió para hacernos invencibles y para construir una república envidiable; aun con sus máculas, como todas las repúblicas. Entonces no hay, en el pueblo que enseñó a bailar al mundo entero y se lució con su prosperidad, docilidad sino vigor, ese que viene del cuero del cabrito y se vuelve tambor y flamenco caribeño y rumba y mambo… y es excelencia que el propio Dios prefiere para su ritual antes que ciertos coros sin gracia y enlutados. El aura de nuestros bailadores se parece a la del guerrero que, ni en sus horas de tregua, ha podido deshacerse de lo tremendo y lo ardiente.


Únicamente un monstruo descomunal. Un hibrido peor que Frankenstein porque lleva el basamento atilano y cuenta con el don de la perversa y engañosa labia del autor de El Príncipe. Además, tendría que llevar una dosis exagerada ‒triplicada un millón de veces‒ de la crueldad de Mussolini, de Hitler, de Stalín y Ceuscescu. Únicamente el demonio en persona nos podría someter durante medio siglo. Y helo gobernando todavía desde su lecho de muerte. Pero, aun así, me pregunto: ¿nos ha podido someter?

ERASE UNA VEZ UN PUEBLO por osvaldo raya

«Quiero que el pueblo de mi tierra no sea como éste, una masa ignorante y apasionada, que va donde quieren llevarla, con ruidos que ella no entiende, los que tocan sobre sus pasiones como un pianista toca sobre el teclado. El hombre que halaga las pasiones populares es un vil.» (*)
José Martí
Érase una vez un pueblo que un día bebió los psicotrópicos que ofrecía el entusiasmo de lo nuevo y dejó de ser pueblo para convertirse en turba. Aquél fue el día en que el vecino del vecino se volvió atalaya y sicofante y denunció a su propio hermano porque no quiso probar, del cuerno de la iniciación, la pócima demoniaca y a quien un improvisado comandante que esparcía su halitosis y su bromhidrosis entre los muros del cuartel ordenó fusilar como escarmiento. Aquel mismo día mucha gente comenzó a tener poderes licantrópicos y aullaba su odio y su gana de convertir en presa para su propio menú ‒y para el del jefe de la manada‒ al mismísimo prójimo. Aquella noche ‒porque se hizo de noche demasiado pronto‒ un padre ‒y otro y otro‒ delegó su paternidad ‒y, por tanto, su hombría‒ en los funcionarios paternalistas del Ministerio de Educación y en los segundones del Ministerio del Orden Interior. Entonces fue cuando la mesa de comer se trocó en el tablado donde la mujer de la familia taconeaba su queja y el hambre de sus críos. Y la casa ya no era el hogar sino la mera barraca de famélicos esclavos o el corral donde, transformados en cerdos, los miembros de la grey vivían con la boca abierta, como pichones en el nido, a la espera de aquella prorrata de sancocho que el amo ‒el gobierno‒ les traía cada vez con menos frecuencia y con más frugalidad y veneno.

Érase un ogro que apretaba más y más la cuerda en el cuello de los lugareños. Sentado en su poltrona de bandido y monarca, gobernaba muy confiado en que la última ley ‒todavía más cruel que las anteriores, y más cercenadora de las libertades y las economías‒ por fin habría dejado tullido a cada uno de los hombres de a pie. Pero algo fallaba. Fue por ello que se le ocurrió aquel dicto que reducía a los ciudadanos a la más baja categoría humana. Lo decretado, pretextando el acoso de los enemigos del reino, instauraba un estado de excepción y una economía de guerra, con lo cual la gente quedaría sin espacios dignos ‒ni siquiera una hendija‒ para andar o gritar y sin ninguna posibilidad de gestión propia. Dicen que el ogro tenía un espejo mágico, como aquel de la bruja del cuento de Blanca Nieves al que todos los fines de año interrogaba: «Dime, Espejo Mágico, si todavía respiran y cantan y bailan mis súbditos y si sobreviven al pan de espuria harina y a la cadena que les puse en el pecho.» Y el Espejo siempre contestaba: «Sí, sobreviven… y evaden tu ley y continúan simulando que te veneran y te siguen; pero, en verdad, se burlan de ti y consiguen de todas formas vestido y bocado y se las han ingeniado para crear una economía clandestina y alterna. Y no cejan en el empeño de trascender y esconden el miedo, aunque lo tengan. Pero nadie se apaga definitivamente, nadie acepta doblegarse ante la inopia y el terror. Y no, no dejan de bailar y de cantar y de dibujar en las paredes blasfemantes referencias a ti o pintan dazibaos cada vez más subversivos. Creo que no les basta con tus escarmientos en el pelotón de fusilamiento o en tus ergástulas.» Y, al otro año, volvía y preguntaba lo mismo: si su poder funcionaba y si ya había logrado vencer la voluntariedad y el espíritu creador de tantos hombres y mujeres, que resistían en silencio y no dejaban de ser lo que querían ser ni pensar lo que querían. Y siempre el espejo contestaba: «Persisten, Ogro… persisten en hacer uso de su libertad interior y de sus habilidades para reconstruir lo que tú destruyes y continúan adorando, en secreto, a los dioses que tú decretaste como paganos y ofensivos. Todavía los niños siguen creciendo y pensando con su propia cabeza, a pesar del techo tan bajito que impusiste en cada casa y escuela y de tu capricho de obligarlos a usar una gorra de hierro exageradamente ajustada. Insisten en comunicarse con el resto del mundo, aun cuando ordenaste matar a todas las palomas mensajeras y confiscar todos los megáfonos. De todos modos, hablan lo que quieren y con quien quieren, deshaciendo en la noche los nudos y las mordazas que mandaste a ponerles en el día y hasta logran viajar a los sitios prohibidos; a pesar del cerco alrededor de la ciudad y del hundimiento de todos los barcos y de la destrucción de todos los ferrocarriles y buses y carruajes. No… ya no dan abasto los agentes secretos y la policía y están que no cabe uno más en las cárceles y los subterráneos.»

Y el así el ogro preguntó a su espejo durante más de cincuenta años. Cada fin de año firmaba leyes aún más duras y más prohibitivas; pero los vasallos, de todas formas, lograban renacer, resurgir, emerger, resolver, encontrar alternativas, grietas para ver la luz y respirar mejor aire. Los súbditos del bandido y monarca, aun debajo de la bota, cuando ya parecían definitivamente aplastados, lograban recuperarse, vivir a toda costa ‒como fuese‒, hacer y deshacer, hablar, seguir andando. Eran hombres y mujeres invencibles.

Y murió sin vencerlos, el ogro, junto a su Espejo Mágico.
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(*)Martí, José Obras Completas. Editorial Ciencias Sociales. La Habana, 1975; t. 22, p. 72 .

lunes, 6 de abril de 2009

RECUERDOS por osvaldo raya


mis alumnos... ellos eran, y aun lo siguen siendo, proveedores de mi mayor felicidad

Yo recuerdo… ¡ay las cosas que yo recuerdo!: Un día nos convocaron a un grupo de profesores para una reunión con la metodóloga ‒asesora o inspectora‒ provincial de Español y Literatura y con toda la cohorte burocrática de la enseñanza media relacionada con esas dos asignaturas. La junta era nada menos que para llamar la atención acerca de las formas expresivas de nuestros alumnos los cuales habían incorporado a su lenguaje diario una especie de jerga. Para eso era la junta, para llamar la atención de ello y fomentar toda una campaña para combatir el presunto mal. Entonces el auditorio, invitado a la catarsis por sus moderadores, desplegó un alud de críticas contra el modo de decir de sus propios educandos. Al rato, cuando ya era llover sobre lo mojado y habíamos oído tantos discursos condenatorios y todo un caudal de ejemplos de frases y vocablos ‒considerados vulgares‒ usados por los jóvenes de nuestras escuelas, no pude más y pedí la palabra. Pero antes de hablar, yo había estado anotando todos los disparates dichos a lo largo de esta asamblea por cada uno de los oradores ‒pomposos profesionales de la lengua‒, incluyendo a la propia metodóloga, en su diatriba contra los alumnos. Es verdad que ella se cuidaba de pronunciar todas las eses como para dar la impresión de que hablaba correctamente pero pronunciaba las erres y las eles con un sonido que no es posible reconocer dentro del sistema del idioma español. También era un desastre empleando el verbo haber y no usaba bien el modo subjuntivo. Se notaba que no sabía usar, como es de ley, el pospretérito y el antepospretérito (según la clasificación de Andrés Bello). Y en donde debería ir un tiempo compuesto, colocaba uno simple. Claro que ella se había hecho entender y había logrado comunicar su mensaje... que es, acaso, lo que importa. Yo sólo asumí ‒con toda intención‒ la misma postura rígida que ella había asumido ante el fenómeno lingüístico de los estudiantes. Sucede que lo correcto no es necesariamente lo académico sino lo que funciona en la comunicación. Lo correcto es la eficiencia en la hora de comunicarnos. Lo que se dice y se entiende ‒al menos en el lenguaje oral‒, ya está bien. Sin embargo, la metodóloga tenía una concepción peligrosamente equivocada y muy alejada de las nuevas tendencias en el estudio de la lengua. Y parece que el resto del auditorio ‒y era mi pena mayor‒ pensaba igual que su jefa.

Alguno de los funcionarios presentes había usado la expresión en un santiamén y otro orador había criticado a los jóvenes porque éstos llamaban puro y pura a sus padres. Pedí la palabra ‒como ya he dicho‒ e invertí la tortilla. Leí en alta voz, como el más perfeccionista e intransigente gramático, todas las incorrecciones que había ido descubriendo en mis colegas cuando hacían uso de la palabra para emprenderla contra las expresiones juveniles: «Usted dijo (esto, así de este modo) y no es correcto, y también (esto otro) y tampoco está bien.» Y muy especialmente expliqué a la asamblea que quien había dicho por el micrófono «no se impacienten: en un santiamén comenzaremos la reunión» ya estaba usando, para expresar rapidez, un fragmento de la frase latina que suelen emplear los religiosos para persignarse: in nomine Patris et Fillii et Spiritus Sancti. Amén. Y de ahí viene Sancti Amén (santiamén). Aquella expresión significaba que, en lo que se dice sancti y se llega a amén, transcurre un mínimo de tiempo. O sea que el evento comenzaría de inmediato. Y vale. Mis alumnos, por el contrario, preferían expresarse más hermosamente. Ellos solían decirme «profe, deme un permisito para ir al baño que yo regreso en un tin Y vale también. Un tin es una prosopopeya, la imitación del sonido de la gota de agua que cae. Es decir que, de tal modo, mi alumno quería decirme que, en lo que caía una gota de agua, ya él estaría de regreso en el aula. ¡Dios mío qué belleza, cuánta poesía y ternura! Con esa misma poesía y ternura, mis muchachos se referían a sus padres como a los puros. Y es así: no había nada más puro para ellos que su madre y su padre. Entonces cómo va a estar mal decir el puro y la pura. Peor es eso de mami y papi que ni siquiera está en el diccionario.

FREEDOM FLIGHT

FREEDOM FLIGHT
por ANGEL PEREZ pintor cubano-americano