Es simplón. Es pueril. Es de pubertad mental y de trasnochada adolescencia, negar las verdades universales y exigir de ellas exactitud y demostración de su existencia. Lo sustancial no es exacto ni inexacto ni cosa es que haya que probar o demostrar. Lo sustancial es sencillamente concreto ‒confluyente, compacto, sintético‒ y entraña pureza y universalidad. Nadie puede describir cómo era cada pollo usado para el caldo de pollo. Sólo sabemos de un sabor que revela lo esencial de esta ave comestible, su universalidad y pertinencia. Pollo, pues, son todos los pollos y ninguno es en particular. En tal caso, no estaríamos hablando de algo mesurable o tangible; por cuanto no se trataría de una verdad accidental sino de una verdad sustancial y mayor: el caldo o concentrado, el pollo concreto ‒no el particular o accidental. Se trata de la esencia o sustancia pollo. ¿Cómo demostrar la existencia del pollo concreto o cómo medirlo, describirlo, tocarlo? Es realmente muy primario confundir lo mayor y esencial con lo inferior y superficial o lo eterno con lo efímero. No se ha de rebajar al rango de lo relativo, y entenderlas de tal modo, las grandes verdades. Es simplón. Es pueril afirmar que hay tantas verdades ‒las grandes y las pequeñas‒ como experiencias humanas haya u opiniones; como si el amor o la virtud o la justicia y la moral fuesen algo tan relativo y dependiente de lo personal y caprichoso. ¿Cómo es que si hay cien personas, hay entonces cien conceptos de Amor o de Justicia? ¿Cien conceptos de Dios? Si tantas verdades hubiese como número de seres que las sustentan, el resultado sería la anulación de la verdad.
Los relativistas, en su puerilidad, defienden la cáscara de la manzana y no su sustancia; porque hay muchas cáscaras diferentes pero hay algo troncal y fijo que es esa sustancia que llamamos manzana. Hay muchas sillas y tantas como diseñadores y ebanistas haya o carpinteros pero una sola verdad esencial o nominal que conocemos como silla o sustancia silla. Ésta última concentra a todas las sillas que existieron, existen, existirán o pudieren existir. De ahí que esas verdades caprichosas, demasiado específicas, anecdóticas, privadas y accidentales no son en sí la verdad. Las verdades privadas son sólo eso, verdades privadas e intrascendentes. Y es que ¿qué es una verdad? Una verdad ‒en el sentido universal y trascendente‒ es una concreción. Pero no puede ‒no sabe‒ el de pensamiento relajado y refrescante, el de la mente perezosa y debilucha ‒más bien cobarde‒ lidiar con las verdades mayores porque estás conllevan a la parcialidad y el compromiso, a la contundencia y valentía. Entonces, dada su mediocridad y falta de arrojo y carácter, tiene sentido que el tonto, ante el asomo de las grandes verdades como Dios ‒ante la esencia y el fondo de la vida‒, se aferre a la formula relativista de que «cada cual tiene su verdad» o «esa es tu opinión y esta es la mía», dejando como secuela el vacío y la carencia más vergonzosa de criterio y convicción; lo cual es revelador de una profunda ignorancia.
Y bueno, ya todo el mundo sabe lo que significa aquello de políticamente correcto y esa cantidad de eufemismos en el lenguaje posmoderno y esa excesiva y casi mujeril cautela a la hora de referirse a ciertos hechos. De ahí la repetitiva muletilla de supuestamente, aparentemente o presumiblemente. Nadie se atreve a dar por sentado o concluido nada. Dado esto, no se puede esperar eficiencia en el lenguaje y sí largas y lamentables explicaciones, acotaciones, referencias, citas. Tal es la razón por la que afirmo que la peroración y el diálogo se han vuelto cada vez más incoherentes y aburridos. No hay más que leer ‒si eso es lectura‒ la parrafada del que quiere ufanarse de culturano, académico o gran intelectual tan viciada de citas a destajo y sacadas al pelo, referencias que son como anécdotas y constantes alusiones a lo efímero y accidental. El discurso relativista en nuestra lengua es cosa mal hilvanada y esconde grandes deficiencias a la hora de pensar y de decir y hasta pone de manifiesto la falta de conocimiento cabal de la gramática española de muchos articulistas y ensayistas apegados a esta moda. Lo que sí queda claro es el narcisismo y vacuidad de ciertos escritores afines a tal discurso. Pero no os asustéis y no sintáis que sois unos lectores ignorantes por no haber entendido ni papa después al leer uno de esos artículos de fanfarria y pompa. Y no lo habéis entendido por eso, porque no se entiende, porque el que redacta no sabe redactar ni usar los verbos como Dios manda; y ni tiene el propósito de ser entendido sino de manipular al lector con efectismos. Los hay, muchos así, escritorzuelos que hasta pujan algunos neologismos ‒palabras que ni el diccionario registra, vocabulario espurio que dé la impresión de tecnicista o académico. Éstos no dicen nada; porque nada tienen que decir y es que a la verdad universal y profunda la temen y la desestiman. Y rehúyen de la esencia, de lo sustancial y divino.
La mejor redacción es la que viene de lo auténtico y entrañable; del resultado de la síntesis, de la libertad y coherencia de nuestro espíritu y del conocimiento de lo universal y alto y no de la fórmula facilista del relativismo. El que tiene algo que decir, dice bien. Digamos que el que dice pero no dice o trata de decir o casi dice; porque es relativa ‒muy relativa‒ su verdad, entonces no dice bien, no puede decir bien.
Nada escribe el que escribe bajo el influjo ‒o el chantaje‒ relativista ni nada se concluye ni se describe ni se señala y ninguna noticia dan en verdad los noticieros ni los periódicos y a ninguna reflexión invitan ciertos ensayos. Y toda esta tendencia, como de ameba impostora, influye no sólo en la comunicación y el lenguaje sino también en esferas como la educación y la medicina. Ninguna clase da el maestro ‒a quien ahora se le llama facilitador y ya no es él aquella autoridad en el conocimiento sino alguien ‒más o menos entrenado‒ que invita a los alumnos a hacer proyectos investigativos y mucha tarea en la casa; sin que salga de su boca nada concluyente o parcializado, nada comprometedor. Tampoco ningún diagnóstico definitivo o victorioso ‒ni siquiera esperanzador‒ puede esperarse del médico o del mecánico porque teme ser inexacto o equivocarse y provocar en el paciente o cliente una demanda legal.
La contrición esta de moda y es como una peste que va enfermando a la sociedad e idiotizando a los jóvenes. El relativismo destroza la individualidad y fragmenta el yo y desestabiliza el carácter de los individuos; al punto de volverlos inseguros, temerosos y vulnerables e incluso los deja como a merced de los libros de autoayuda o de supuestas autoridades académicas o especialistas. A merced del consenso y las estadísticas y no de sí mismo, con lo cual provoca culpabilidad y repliegue. Se inmoviliza las facultades más inherentes y libérrimas del hombre.
Despertad: ¿No os habéis fijado que hasta el más estúpido e ignorante puede hablar ya dondequiera y lo que quiera ‒cualquier tema aunque no sepa de qué va‒; con tal sólo aplicar aquello de «esa es mi opinión.»? ¡Por favor!
http://osvaldo-raya.blogspot.com/
Los relativistas, en su puerilidad, defienden la cáscara de la manzana y no su sustancia; porque hay muchas cáscaras diferentes pero hay algo troncal y fijo que es esa sustancia que llamamos manzana. Hay muchas sillas y tantas como diseñadores y ebanistas haya o carpinteros pero una sola verdad esencial o nominal que conocemos como silla o sustancia silla. Ésta última concentra a todas las sillas que existieron, existen, existirán o pudieren existir. De ahí que esas verdades caprichosas, demasiado específicas, anecdóticas, privadas y accidentales no son en sí la verdad. Las verdades privadas son sólo eso, verdades privadas e intrascendentes. Y es que ¿qué es una verdad? Una verdad ‒en el sentido universal y trascendente‒ es una concreción. Pero no puede ‒no sabe‒ el de pensamiento relajado y refrescante, el de la mente perezosa y debilucha ‒más bien cobarde‒ lidiar con las verdades mayores porque estás conllevan a la parcialidad y el compromiso, a la contundencia y valentía. Entonces, dada su mediocridad y falta de arrojo y carácter, tiene sentido que el tonto, ante el asomo de las grandes verdades como Dios ‒ante la esencia y el fondo de la vida‒, se aferre a la formula relativista de que «cada cual tiene su verdad» o «esa es tu opinión y esta es la mía», dejando como secuela el vacío y la carencia más vergonzosa de criterio y convicción; lo cual es revelador de una profunda ignorancia.
Y bueno, ya todo el mundo sabe lo que significa aquello de políticamente correcto y esa cantidad de eufemismos en el lenguaje posmoderno y esa excesiva y casi mujeril cautela a la hora de referirse a ciertos hechos. De ahí la repetitiva muletilla de supuestamente, aparentemente o presumiblemente. Nadie se atreve a dar por sentado o concluido nada. Dado esto, no se puede esperar eficiencia en el lenguaje y sí largas y lamentables explicaciones, acotaciones, referencias, citas. Tal es la razón por la que afirmo que la peroración y el diálogo se han vuelto cada vez más incoherentes y aburridos. No hay más que leer ‒si eso es lectura‒ la parrafada del que quiere ufanarse de culturano, académico o gran intelectual tan viciada de citas a destajo y sacadas al pelo, referencias que son como anécdotas y constantes alusiones a lo efímero y accidental. El discurso relativista en nuestra lengua es cosa mal hilvanada y esconde grandes deficiencias a la hora de pensar y de decir y hasta pone de manifiesto la falta de conocimiento cabal de la gramática española de muchos articulistas y ensayistas apegados a esta moda. Lo que sí queda claro es el narcisismo y vacuidad de ciertos escritores afines a tal discurso. Pero no os asustéis y no sintáis que sois unos lectores ignorantes por no haber entendido ni papa después al leer uno de esos artículos de fanfarria y pompa. Y no lo habéis entendido por eso, porque no se entiende, porque el que redacta no sabe redactar ni usar los verbos como Dios manda; y ni tiene el propósito de ser entendido sino de manipular al lector con efectismos. Los hay, muchos así, escritorzuelos que hasta pujan algunos neologismos ‒palabras que ni el diccionario registra, vocabulario espurio que dé la impresión de tecnicista o académico. Éstos no dicen nada; porque nada tienen que decir y es que a la verdad universal y profunda la temen y la desestiman. Y rehúyen de la esencia, de lo sustancial y divino.
La mejor redacción es la que viene de lo auténtico y entrañable; del resultado de la síntesis, de la libertad y coherencia de nuestro espíritu y del conocimiento de lo universal y alto y no de la fórmula facilista del relativismo. El que tiene algo que decir, dice bien. Digamos que el que dice pero no dice o trata de decir o casi dice; porque es relativa ‒muy relativa‒ su verdad, entonces no dice bien, no puede decir bien.
Nada escribe el que escribe bajo el influjo ‒o el chantaje‒ relativista ni nada se concluye ni se describe ni se señala y ninguna noticia dan en verdad los noticieros ni los periódicos y a ninguna reflexión invitan ciertos ensayos. Y toda esta tendencia, como de ameba impostora, influye no sólo en la comunicación y el lenguaje sino también en esferas como la educación y la medicina. Ninguna clase da el maestro ‒a quien ahora se le llama facilitador y ya no es él aquella autoridad en el conocimiento sino alguien ‒más o menos entrenado‒ que invita a los alumnos a hacer proyectos investigativos y mucha tarea en la casa; sin que salga de su boca nada concluyente o parcializado, nada comprometedor. Tampoco ningún diagnóstico definitivo o victorioso ‒ni siquiera esperanzador‒ puede esperarse del médico o del mecánico porque teme ser inexacto o equivocarse y provocar en el paciente o cliente una demanda legal.
La contrición esta de moda y es como una peste que va enfermando a la sociedad e idiotizando a los jóvenes. El relativismo destroza la individualidad y fragmenta el yo y desestabiliza el carácter de los individuos; al punto de volverlos inseguros, temerosos y vulnerables e incluso los deja como a merced de los libros de autoayuda o de supuestas autoridades académicas o especialistas. A merced del consenso y las estadísticas y no de sí mismo, con lo cual provoca culpabilidad y repliegue. Se inmoviliza las facultades más inherentes y libérrimas del hombre.
Despertad: ¿No os habéis fijado que hasta el más estúpido e ignorante puede hablar ya dondequiera y lo que quiera ‒cualquier tema aunque no sepa de qué va‒; con tal sólo aplicar aquello de «esa es mi opinión.»? ¡Por favor!
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