No fui yo quien prohibió a los jóvenes cubanos escuchar la música de los Beatles por parecerme de gusto muy burgués y pernicioso para las juventudes socialistas ni yo prohibí entrar a los hoteles cubanos a los propios cubanos ni me opuse con mi infalible poder a que los maestros de Historia contarán la Historia verdadera de la República de Cuba. Yo no estuve en contra de darle el valor que merece la moneda del país; de modo que el cubano pudiese, con su salario en pesos ‒no en dollares como los turistas‒, comprar en los mercados del territorio de la isla. Y nadie vaya a creer que fui yo quien se opuso a la libertad y la democracia de mí país, imponiendo un régimen totalitario y de despiadada represión. Y mucho menos me opuse a que siguieran con vida aquellos que se atrevieron a contradecir el oficialismo y esa idea más bien aldeana ‒en el sentido grotesco y bestial de la palabra‒ de la sociedad comunista o de esclavismo de estado. Yo no inventé los juicios sumarísimos ni los sistemas de vigilancia y espionaje del Ministerio del Interior de Cuba ‒de los cuales nos previno George Orwell. Ni inventé la censura del Departamento de Orientación Revolucionaria ni me opuse a la libertades de expresión, de reunión, de credos. Tampoco fui yo el autor de los aterradores campos de concentración ‒conocidos con las siglas U. M. A. P.‒, que eran el mejor ejemplo de oposición a toda racionalidad y dignidad humanas. Yo no me opuse a que los homosexuales cubanos actuaran y se manifestaran en concordancia con su sexualidad y su estética. No fui yo quien se opuso a una televisión desideologizada y plural o a que en los programas del sistema de educación nacional aparecieran concepciones y principios propios de las sociedades abiertas y normales.
No, yo no pertenezco ‒ni pertenecí ni quiero pertenecer‒ a ningún partido de oposición. ¡Líbreme Dios de ello! «Yo no soy un opositor; opositor eres tú»: eso le dije a David del Pino, el oficial de la Policía Política ‒asignado para atender mi caso‒, una de las tantas veces que me interceptaba en medio de la calle para proferirme sus advertencias y recordarme que la cárcel estaba llena de gente como yo. Y añadí a mi pequeño discurso: «Yo soy un facilitador. Me he dedicado toda la vida a favorecer las facultades libérrimas y naturales de todos los hombres ‒y no a oponerme‒ y a enseñar a mis alumnos a ser libres y de bien. Yo abro caminos. Tú, por el contrario, los cierras ‒te atraviesas‒ y te opones exactamente a todo lo que yo favorezco. Tú sí eres un opositor.»
En verdad es así.
Como escritor, no levanto mi pluma para criticar o reaccionar, no nado en contra de ninguna corriente ni voy contra el viento y la marea. Yo soy el viento y la marea, la acción ‒y no, la reacción‒; el creador y no, el crítico de la creación. Ni siquiera tengo el pseudo-oficio de contestatario o respondón que, como todo pseudo-oficio, sólo precisa, del tonto que lo ejerce, mucho saín de energía: todo el sobrante de aquélla que el universo emplea en adelantar y purificarse. No gasto las fuerzas de crear, de proponer y crecer, en contestar o reaccionar, en desacreditar o desacralizar lo sacro o en buscar, en la galaxia humana, la estrella que se malogra sino en ayudar a que se vea, como Sirio, el resto de las estrellas. Resulta que no estoy en contra sino a favor de mí y del diseño y del orden perfecto que dispuso la divinidad.
La Humanidad ya tuvo demasiados oponentes y contestones, demasiados criticones y desacralizadores. Ya ni se sabe cuántos han sido los que a lo largo de la Historia se rebelaron contra Dios y contra el Hombre: basta recordar a aquel Sargón de los asirios que secuestró a diez tribus de Israel o a Nabucodonosor, que invadió y blasfemó, o a aquel famoso rey de los hunos a quien llamaban el Flagelus Dei ‒como si fuese Dios quien flagelase‒ o a Napoleón o a Hitler o a Trujillo… o basta con ver el rastro de ruinas que va dejando este Innombrable que ha gobernado a su antojo, durante cincuenta años, a mi sufrido pueblo. Todos aquellos eran ‒como este último, el Innombrable‒ genuinos opositores, rebeldes, revolucionarios. Hay que pensar que rebelde es uno de los posibles epítetos de aquel vanidoso y envidioso ángel que, al caer de culo en la tierra, expulsado del Cielo, abrió esos abismos donde ya hay mucha sangre como sedimento. No es orgullo ‒y sí vergüenza‒ ser rebelde o revolucionario o criticón o irreverente buscador de las pecas en los soles de la galaxia humana o ser de los que siempre llevan la contraria. El universo es perfecto pero allá van los soberbios a quererlo cambiar y es perfecta la esencia del hombre pero allá van los soberbios a reeducarlo, a susurrarle odio, a inocularle alimañas roedoras de la mente, a agruparlo como a ratas y a adoctrinarlo para apoderarse de su patrimonio espiritual o a enfajarlo, en molde indigno y despreciable, en función de intereses mezquinos y primarios.
¿Quién es el opositor? ¿Yo? ¿Soy yo el rebelde? No. Nunca luché contra gobierno alguno sino a favor de mi libertad individual y la de los míos. Sin embargo, el gobierno de Cuba siempre luchó contra mí y contra los míos. Y eso mismo fue lo que me hizo sentir superior al dictador cubano; ¡y hasta llegué a compadecerme de su miserable rol! Un día, al salir del calabozo donde estuve durante 78 horas por causa de mi peligrosidad ideológica, cuando llegué a mi casa, sonreí y me dije: «El tirano es mi esclavo. Yo pongo la acción, la iniciativa, y él tan sólo se limita a reaccionar.»
Es que tampoco José Martí ni ninguno de nuestros héroes de la independencia lucharon contra España sino a favor de Cuba. La oposición era España. Y no sé yo que el amor sea un oponente o un opositor el poeta o el hombre bueno. Nada hay más ajeno a aquello que se opone ‒sino afín a lo que lo favorece‒ que la libertad, la justicia, la literatura, el arte… Es que no conozco ‒porque es imposible que la haya‒ poesía de la oposición y no ha de llamarse poesía al discurso repugnante.
Y a lo que voy: Digamos las cosas como son. En Cuba, el partido que está en el poder es el de la oposición. Si… ¿qué es, si no, el Partido Comunista? Yo no soy la oposición ‒lo repito‒ ni qué va a serlo Martha Beatriz Roque ‒activista incansable por la dignidad y por los derechos de sus compatriotas‒ ni Oscar Elías Biscet ‒médico de acerado bronce, como aquel titán de la gesta cubana a favor de la fundación de una nación auténticamente cubana‒ a quien el gobierno encabezado por este Partido Comunista pretende reducir en sus aterradoras ergástulas. Ni lo son las Damas de Blanco que desfilan cada domingo por las calles de La Habana para favorecer el regreso de sus esposos encarcelados. No fueron opositores los miles y miles de fusilados y desaparecidos ni todos aquellos hombres que se organizaron ‒y aún se organizan‒ para hacer valer su palabra y su reclamo de restablecer la república y la paz. ¿Y cómo llamarle opositor al joven Pedro Luis Boitel, confinado ‒y asesinado, finalmente‒ por no bajar la cabeza ante sus verdugos e insistir en su lucha por aquello que consideró más justo y más humano. A saber: ¿a qué se opusieron y se oponen todos los que desean traer de nuevo a su curso normal la historia de ésta isla? A nada. Ellos, como el Creador, favorecieron ‒y favorecen‒ el viento y la marea.
No, yo no pertenezco ‒ni pertenecí ni quiero pertenecer‒ a ningún partido de oposición. ¡Líbreme Dios de ello! «Yo no soy un opositor; opositor eres tú»: eso le dije a David del Pino, el oficial de la Policía Política ‒asignado para atender mi caso‒, una de las tantas veces que me interceptaba en medio de la calle para proferirme sus advertencias y recordarme que la cárcel estaba llena de gente como yo. Y añadí a mi pequeño discurso: «Yo soy un facilitador. Me he dedicado toda la vida a favorecer las facultades libérrimas y naturales de todos los hombres ‒y no a oponerme‒ y a enseñar a mis alumnos a ser libres y de bien. Yo abro caminos. Tú, por el contrario, los cierras ‒te atraviesas‒ y te opones exactamente a todo lo que yo favorezco. Tú sí eres un opositor.»
En verdad es así.
Como escritor, no levanto mi pluma para criticar o reaccionar, no nado en contra de ninguna corriente ni voy contra el viento y la marea. Yo soy el viento y la marea, la acción ‒y no, la reacción‒; el creador y no, el crítico de la creación. Ni siquiera tengo el pseudo-oficio de contestatario o respondón que, como todo pseudo-oficio, sólo precisa, del tonto que lo ejerce, mucho saín de energía: todo el sobrante de aquélla que el universo emplea en adelantar y purificarse. No gasto las fuerzas de crear, de proponer y crecer, en contestar o reaccionar, en desacreditar o desacralizar lo sacro o en buscar, en la galaxia humana, la estrella que se malogra sino en ayudar a que se vea, como Sirio, el resto de las estrellas. Resulta que no estoy en contra sino a favor de mí y del diseño y del orden perfecto que dispuso la divinidad.
La Humanidad ya tuvo demasiados oponentes y contestones, demasiados criticones y desacralizadores. Ya ni se sabe cuántos han sido los que a lo largo de la Historia se rebelaron contra Dios y contra el Hombre: basta recordar a aquel Sargón de los asirios que secuestró a diez tribus de Israel o a Nabucodonosor, que invadió y blasfemó, o a aquel famoso rey de los hunos a quien llamaban el Flagelus Dei ‒como si fuese Dios quien flagelase‒ o a Napoleón o a Hitler o a Trujillo… o basta con ver el rastro de ruinas que va dejando este Innombrable que ha gobernado a su antojo, durante cincuenta años, a mi sufrido pueblo. Todos aquellos eran ‒como este último, el Innombrable‒ genuinos opositores, rebeldes, revolucionarios. Hay que pensar que rebelde es uno de los posibles epítetos de aquel vanidoso y envidioso ángel que, al caer de culo en la tierra, expulsado del Cielo, abrió esos abismos donde ya hay mucha sangre como sedimento. No es orgullo ‒y sí vergüenza‒ ser rebelde o revolucionario o criticón o irreverente buscador de las pecas en los soles de la galaxia humana o ser de los que siempre llevan la contraria. El universo es perfecto pero allá van los soberbios a quererlo cambiar y es perfecta la esencia del hombre pero allá van los soberbios a reeducarlo, a susurrarle odio, a inocularle alimañas roedoras de la mente, a agruparlo como a ratas y a adoctrinarlo para apoderarse de su patrimonio espiritual o a enfajarlo, en molde indigno y despreciable, en función de intereses mezquinos y primarios.
¿Quién es el opositor? ¿Yo? ¿Soy yo el rebelde? No. Nunca luché contra gobierno alguno sino a favor de mi libertad individual y la de los míos. Sin embargo, el gobierno de Cuba siempre luchó contra mí y contra los míos. Y eso mismo fue lo que me hizo sentir superior al dictador cubano; ¡y hasta llegué a compadecerme de su miserable rol! Un día, al salir del calabozo donde estuve durante 78 horas por causa de mi peligrosidad ideológica, cuando llegué a mi casa, sonreí y me dije: «El tirano es mi esclavo. Yo pongo la acción, la iniciativa, y él tan sólo se limita a reaccionar.»
Es que tampoco José Martí ni ninguno de nuestros héroes de la independencia lucharon contra España sino a favor de Cuba. La oposición era España. Y no sé yo que el amor sea un oponente o un opositor el poeta o el hombre bueno. Nada hay más ajeno a aquello que se opone ‒sino afín a lo que lo favorece‒ que la libertad, la justicia, la literatura, el arte… Es que no conozco ‒porque es imposible que la haya‒ poesía de la oposición y no ha de llamarse poesía al discurso repugnante.
Y a lo que voy: Digamos las cosas como son. En Cuba, el partido que está en el poder es el de la oposición. Si… ¿qué es, si no, el Partido Comunista? Yo no soy la oposición ‒lo repito‒ ni qué va a serlo Martha Beatriz Roque ‒activista incansable por la dignidad y por los derechos de sus compatriotas‒ ni Oscar Elías Biscet ‒médico de acerado bronce, como aquel titán de la gesta cubana a favor de la fundación de una nación auténticamente cubana‒ a quien el gobierno encabezado por este Partido Comunista pretende reducir en sus aterradoras ergástulas. Ni lo son las Damas de Blanco que desfilan cada domingo por las calles de La Habana para favorecer el regreso de sus esposos encarcelados. No fueron opositores los miles y miles de fusilados y desaparecidos ni todos aquellos hombres que se organizaron ‒y aún se organizan‒ para hacer valer su palabra y su reclamo de restablecer la república y la paz. ¿Y cómo llamarle opositor al joven Pedro Luis Boitel, confinado ‒y asesinado, finalmente‒ por no bajar la cabeza ante sus verdugos e insistir en su lucha por aquello que consideró más justo y más humano. A saber: ¿a qué se opusieron y se oponen todos los que desean traer de nuevo a su curso normal la historia de ésta isla? A nada. Ellos, como el Creador, favorecieron ‒y favorecen‒ el viento y la marea.
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