«Quiero que el pueblo de mi tierra no sea como éste, una masa ignorante y apasionada, que va donde quieren llevarla, con ruidos que ella no entiende, los que tocan sobre sus pasiones como un pianista toca sobre el teclado. El hombre que halaga las pasiones populares es un vil.» (*)
José Martí
Érase una vez un pueblo que un día bebió los psicotrópicos que ofrecía el entusiasmo de lo nuevo y dejó de ser pueblo para convertirse en turba. Aquél fue el día en que el vecino del vecino se volvió atalaya y sicofante y denunció a su propio hermano porque no quiso probar, del cuerno de la iniciación, la pócima demoniaca y a quien un improvisado comandante que esparcía su halitosis y su bromhidrosis entre los muros del cuartel ordenó fusilar como escarmiento. Aquel mismo día mucha gente comenzó a tener poderes licantrópicos y aullaba su odio y su gana de convertir en presa para su propio menú ‒y para el del jefe de la manada‒ al mismísimo prójimo. Aquella noche ‒porque se hizo de noche demasiado pronto‒ un padre ‒y otro y otro‒ delegó su paternidad ‒y, por tanto, su hombría‒ en los funcionarios paternalistas del Ministerio de Educación y en los segundones del Ministerio del Orden Interior. Entonces fue cuando la mesa de comer se trocó en el tablado donde la mujer de la familia taconeaba su queja y el hambre de sus críos. Y la casa ya no era el hogar sino la mera barraca de famélicos esclavos o el corral donde, transformados en cerdos, los miembros de la grey vivían con la boca abierta, como pichones en el nido, a la espera de aquella prorrata de sancocho que el amo ‒el gobierno‒ les traía cada vez con menos frecuencia y con más frugalidad y veneno.
Érase un ogro que apretaba más y más la cuerda en el cuello de los lugareños. Sentado en su poltrona de bandido y monarca, gobernaba muy confiado en que la última ley ‒todavía más cruel que las anteriores, y más cercenadora de las libertades y las economías‒ por fin habría dejado tullido a cada uno de los hombres de a pie. Pero algo fallaba. Fue por ello que se le ocurrió aquel dicto que reducía a los ciudadanos a la más baja categoría humana. Lo decretado, pretextando el acoso de los enemigos del reino, instauraba un estado de excepción y una economía de guerra, con lo cual la gente quedaría sin espacios dignos ‒ni siquiera una hendija‒ para andar o gritar y sin ninguna posibilidad de gestión propia. Dicen que el ogro tenía un espejo mágico, como aquel de la bruja del cuento de Blanca Nieves al que todos los fines de año interrogaba: «Dime, Espejo Mágico, si todavía respiran y cantan y bailan mis súbditos y si sobreviven al pan de espuria harina y a la cadena que les puse en el pecho.» Y el Espejo siempre contestaba: «Sí, sobreviven… y evaden tu ley y continúan simulando que te veneran y te siguen; pero, en verdad, se burlan de ti y consiguen de todas formas vestido y bocado y se las han ingeniado para crear una economía clandestina y alterna. Y no cejan en el empeño de trascender y esconden el miedo, aunque lo tengan. Pero nadie se apaga definitivamente, nadie acepta doblegarse ante la inopia y el terror. Y no, no dejan de bailar y de cantar y de dibujar en las paredes blasfemantes referencias a ti o pintan dazibaos cada vez más subversivos. Creo que no les basta con tus escarmientos en el pelotón de fusilamiento o en tus ergástulas.» Y, al otro año, volvía y preguntaba lo mismo: si su poder funcionaba y si ya había logrado vencer la voluntariedad y el espíritu creador de tantos hombres y mujeres, que resistían en silencio y no dejaban de ser lo que querían ser ni pensar lo que querían. Y siempre el espejo contestaba: «Persisten, Ogro… persisten en hacer uso de su libertad interior y de sus habilidades para reconstruir lo que tú destruyes y continúan adorando, en secreto, a los dioses que tú decretaste como paganos y ofensivos. Todavía los niños siguen creciendo y pensando con su propia cabeza, a pesar del techo tan bajito que impusiste en cada casa y escuela y de tu capricho de obligarlos a usar una gorra de hierro exageradamente ajustada. Insisten en comunicarse con el resto del mundo, aun cuando ordenaste matar a todas las palomas mensajeras y confiscar todos los megáfonos. De todos modos, hablan lo que quieren y con quien quieren, deshaciendo en la noche los nudos y las mordazas que mandaste a ponerles en el día y hasta logran viajar a los sitios prohibidos; a pesar del cerco alrededor de la ciudad y del hundimiento de todos los barcos y de la destrucción de todos los ferrocarriles y buses y carruajes. No… ya no dan abasto los agentes secretos y la policía y están que no cabe uno más en las cárceles y los subterráneos.»
Y el así el ogro preguntó a su espejo durante más de cincuenta años. Cada fin de año firmaba leyes aún más duras y más prohibitivas; pero los vasallos, de todas formas, lograban renacer, resurgir, emerger, resolver, encontrar alternativas, grietas para ver la luz y respirar mejor aire. Los súbditos del bandido y monarca, aun debajo de la bota, cuando ya parecían definitivamente aplastados, lograban recuperarse, vivir a toda costa ‒como fuese‒, hacer y deshacer, hablar, seguir andando. Eran hombres y mujeres invencibles.
Y murió sin vencerlos, el ogro, junto a su Espejo Mágico.
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(*)Martí, José Obras Completas. Editorial Ciencias Sociales. La Habana, 1975; t. 22, p. 72 .
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