domingo, 21 de junio de 2009

EL PATERNALISMO por osvaldo raya

El paternalismo es aquella sobreprotección que, lejos de estimular la creatividad y poner en funciones todas las facultades propias, las obstruye y deja activados los espejismos de una vida estable y segura en la que no parecen útiles, por martirizantes, el taller y la forja. La paternidad en su versión más absurda y humillante, somete pero acomoda; coquetea con nuestra más oculta haraganería. Es muy atractivo andar por el camino que ya fue apisonado por otros, sin necesidad de esforzarnos en apartar o derribar las malezas.

Siempre es oportuno recalcar que todos necesitamos desprendernos de la vida superpuesta y añadida por las religiones, las filosofías y la educación familiar y general. Precisamos de una vida propia. Pero no está de más intentar explicarnos por qué, a pesar del valor que le damos a la libertad, nos la dejamos arrebatar tan fácilmente.

Y es por eso, por el temor al caos. A la falta de valor para enfrentarnos al libre albedrío, al frío de la intemperie. Y a la falta de arrojo para echar a andar la maquinaria arrolladora de nuestro espíritu incansable. Es el horror ante la idea de quedarnos solos con nuestras propias fuerzas. El pánico al error. La desconfianza en nuestras posibilidades de crecimiento y superación. Y es también ese instinto acomodaticio, el deseo vergonzoso e indigno de que nos traigan la comida a la jaula, sin el riego que entraña salir de cacería; como si no nos sintiésemos seguros de nuestra capacidad de supervivir si nos dejasen a merced de nuestros propios recursos y facultades. Es el miedo a que vaya a faltarnos la estabilidad económica o emocional. Es fobia por el cambio. Es falta de coraje para romper el cordón umbilical con aquellos que nos humillan pero, al par, aparentemente, nos garantizan una vida segura. O tal vez es el instinto de pertenecer a una tribu, a un partido político, a un equipo de fútbol, a una familia… a alguien. Es sentirse que tenemos un dueño y que él es el responsable de nuestras vidas.

Hay en el hombre común una inaceptable –pero potencial y secreta– tendencia a repeler la libertad; con tal de sentirse protegido por algo que llamaremos padre, que nos enfaja y disciplina. Pero el punto es éste: saber diferenciar gato de liebre. Porque es verdad que el hombre sin funda, sin un molde primario –sin base–, se vuelve incoherente y sin forma. Sin un padre que les diese respuestas a todas sus preguntas, los niños se dislocan y desatienden sus tareas. El orden –el padre– es prioridad para la definición de un carácter.

Pero acaso el único paternalismo que debemos aceptar es el de aquél que nos dio la vida y que, equivocado o no –eso no importa–, nos disciplinó y protegió. Él nos dotó de los primeros conceptos y de una base para poner los pies. Y no podemos confundir la parte hermosa de ese sentido de pertenencia a la familia y a la colectividad, en aras de la cooperación y el intercambio, con aquella debilidad de renunciar a la lucha por la vida a fin de que otros luchen por nosotros, aun en detrimento de nuestra libertad. No debemos confundirnos. La libertad es también un instinto. Y nuestro primer sentido de pertenencia debe ser encaminado hacia la pertenencia de sí.

Es cierto que nos hace falta la faja y la funda para sentirnos estructurados y coherentes y para poder contar con una base a partir de la cual podríamos levantar nuestro gran edificio. Es cierto que necesitamos pertenecer al grupo. Saber que tenemos un guía, un padre. Es cierto. Es necesario. Pero una vez que nos sintamos constituidos y maduros, que podemos arriesgarnos a salir en pos de satisfacer por nosotros mismos nuestras necesidades y de reajustar aquellos conceptos, aquella base que nos dio nuestro padre; una vez que comenzamos a crecer, tenemos que ser capaces de responsabilizarnos de nuestras vidas y de luchar con independencia de carácter. Y no culpar, después, de nuestras faltas, a nadie más que a nosotros mismos.

El hombre, antes de ser un ser social, debe ser hombre y, entonces, socializar –primero– consigo mismo. Debe encontrarse a sí y reconocer todas sus magnificas facultades. Antes de hacer reclamos sociales, revoluciones sociales; antes de luchar por la libertad y los derechos de su pueblo y de su raza, deberá reclamar, de su propio yo, todo lo que exige de los gobiernos y las instituciones. Hay que enseñar a cada individuo el poder que ejerce sobre su propia persona, la potencialidad que va consigo, la cantidad de virtudes y de herramientas personales y hasta de métodos originales con los que puede contar, tan pronto decida independizarse de sus protectores. Edúquese, primero, a cada hombre –y a los pueblos– en trabajar y resolver, por sí, sus problemas; antes de susurrarle odio y alentar en él el reclamo violento y revolucionario. Aliéntese, desde la cuna, la confianza en lo propio y a no esperar por que alguien venga, en su caballo magnifico y legendario, a protegerlo y a darle lo que él no es capaz de conseguir a través del empleo sensato y libérrimo de sus facultades. Toda criatura deberá crecer convencida de que nadie más tiene la autoridad de hablar por ella e interpretar sus deseos. Y nadie mejor que la propia persona ha de luchar por lo suyo y abrir la vía por la que ha de andar. Y claro que es bienvenida toda mano solidaria pero respetuosa de nuestras libertades. A propósito, el gran cubano José Martí comentaba a finales del siglo XIX: «Y cansa ya oír hablar tanto a los hispanoamericanos ignorantes de la frecuencia de las revoluciones y de la incapacidad de sus gobiernos. Cumpliera cada uno con su deber de hombre y los gobiernos donde sean malos, habrían de ser mejores. Dejen de vivir como lapas inmundas, pegada a los oficios del Estado.» (*) Demasiado padre es un dictador. Entonces… ¡bienvenida la orfandad, impostergable y necesaria! Y uno ya, desde temprano, debe irse preparando para ser padre de sí. Por eso, cuando le abrimos la jaula, el pajarillo no quiere irse. Porque ya se acostumbró, a la vida pasiva, el pajarillo. Pero el hombre no es canario. Sus alas son más grandes. Y le urge un cielo ancho: un espacio infinito.

Queremos tener mamá y papá toda la vida. Queremos una esposa maternal o un esposo paternal o un gobierno paternal. Entonces a veces nos parecemos al pajarillo, acomodado y rutinario, que está feliz en su cárcel, recibiendo de manos de su amo el alimento. Somos los culpables de las tiranías, de las personas que se erigen dueños de nuestros destinos. Es sólo nuestra culpa ceder, por cómodos y por cobardes, nuestros poderes, a otros. Y por ignorantes.

Pueblo vagabundo, pueblo indigente, es el que le entrega a su supuesto salvador todas las responsabilidades y poderes; de manera que sea este último quien les resuelva todo, abandonando la capacidad de cada cual y la propia fuerza y voluntad y los derechos a determinar libremente los destinos. Los pueblos así son cómplices de sus tiranos. Y hasta los merecen. Se vuelven hembra los hombres que permiten que otros hombres decidan por él y acaban pagando demasiado caro por su incapacidad o cobardía.

Pueblo sabio es éste, el que está decidido a enseñarle a los suyos a no temerle a la soledad ni al desamparo. El que les dice a sus hijos que la vida es así, dura; pero que Dios no nos pone tareas que no podamos cumplir. Que todos estamos dotados para vencer los muros y llegar. Los jóvenes deben saber, con urgencia, que estamos, los hombres, hechos para andar por un camino propio. Y triunfar.

Cuando asumimos un discurso critico y afirmamos que la humanidad está muy mal o que va por mal camino, parece que olvidamos que la humanidad somos cada uno de nosotros y que en cada cual comienza la humanidad. No se trata de una abstracción ni una expresión retórica sino algo tan tangible como nuestra individualidad. Cuando yo mejoro, mejoramos. Cuando yo soy libre, nos liberamos. Un pueblo empieza a ser libre cuando cada uno de sus individuos decide serlo. No pueden, los pueblos, esperar por los gobernantes ni los filósofos ni por los padres, para ser libres y salir adelante. Ni tampoco puede uno esperarlo todo de ese raro dios, que es padre. Esperémoslo todo del Dios que no es padre; es decir, aquél que representa y es lo mejor de nosotros mismos, lo más elevado.

(*): Martí, José: Obras Completas; t. 21, p. 386. Editorial Ciencias Sociales. La Habana, 1975

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