En la época de mi adolescencia dejé de ver algunas de las cositas ricas que hube disfrutado en mi primera infancia. Eran los efectos devastadores de la Revolución que, desde el mismo día del triunfo, sacó sus garras y avanzó en su proyecto de hacer involucionar a un país que había conocido la prosperidad. Los cubanos, entonces, estrenamos, en nuestra historia, la pobreza provocada, la premeditada escasez de alimentos y de artículos de primera necesidad. Luego de la eliminación de la propiedad privada, el gobierno impuso la tenebrosa tarjeta de racionamiento y bajo el pretexto de una filosofía colectivista e igualitarista y el supuesto acoso del imperialismo norteamericano, cada individuo debería renunciar a su capacidad de autogestión y someterse a los designios del Estado. El amo, en persona, nos echaría la comida en el plato y se encargaría de decidir por nosotros qué nos convendría comer y cuánto y cuándo.
Eran los 70’s y yo extrañaba el pan de molde pasado por la tostadora, al que después se le untaba mantequilla o mayonesa. Pero para esta fecha ya no había ni pan de molde, ni tostadora y mucho menos mantequilla o mayonesa. Sin embargo, lo que más extrañaba eran los petits pois. Por suerte en aquellos momentos estaban pasando en el cine Trianón una película húngara, de aquellas muy lentas y aburridas ‒como las checas, las rusas, las búlgaras, y todas las del campo socialista‒ que las autoridades de la cultura revolucionaria habían impuesto a los cubanos; con tal de que dejásemos de preferir la cinematografía del enemigo: la de Hollywood. Y digo por suerte porque, aunque el cine estaba vacío a causa de que nadie quería empujarse ‒ni yo tampoco‒ aquella idiosincrasia tan ajena ni oír aquella lengua tan ruda y no latina que sonaba como una explosiva estridencia en el oído del cubano, yo asistía una y otra vez a las funciones. Empero, la única escena que me interesaba era aquélla de cuando los personajes se preparaban aquel delicioso desayuno con pan tostado y mantequilla y un plato repleto de petits pois. La boca se me hacía aguas pero yo me metía dentro de la película y desayunaba en Budapest.
Eran los 70’s y yo extrañaba el pan de molde pasado por la tostadora, al que después se le untaba mantequilla o mayonesa. Pero para esta fecha ya no había ni pan de molde, ni tostadora y mucho menos mantequilla o mayonesa. Sin embargo, lo que más extrañaba eran los petits pois. Por suerte en aquellos momentos estaban pasando en el cine Trianón una película húngara, de aquellas muy lentas y aburridas ‒como las checas, las rusas, las búlgaras, y todas las del campo socialista‒ que las autoridades de la cultura revolucionaria habían impuesto a los cubanos; con tal de que dejásemos de preferir la cinematografía del enemigo: la de Hollywood. Y digo por suerte porque, aunque el cine estaba vacío a causa de que nadie quería empujarse ‒ni yo tampoco‒ aquella idiosincrasia tan ajena ni oír aquella lengua tan ruda y no latina que sonaba como una explosiva estridencia en el oído del cubano, yo asistía una y otra vez a las funciones. Empero, la única escena que me interesaba era aquélla de cuando los personajes se preparaban aquel delicioso desayuno con pan tostado y mantequilla y un plato repleto de petits pois. La boca se me hacía aguas pero yo me metía dentro de la película y desayunaba en Budapest.
Profe ...Ud como siempre!
ResponderEliminarUn saludo,
@Julita