sábado, 13 de junio de 2009

LOS PALESTINOS por osvaldo raya

Aun en ruinas, La Habana no deja de decirnos que ella fue una gran ciudad y sus ciudadanos ‒ahora generalmente empobrecidos y famélicos o vestidos con harapos reciclados y lentejuelas hechas, tal vez, con el cobre de los retazos de alambres eléctricos o con trocitos de vidrio de algún vitral vuelto añicos por un niño beisbolero de La Plaza Vieja‒ viven todavía con ese donaire metropolitano y con ese prurito de hombre más pulido y con más acceso que los provincianos al roce con los turistas. Está claro que en la capital se tenía ‒y se sigue teniendo‒ mayor contacto con el exterior que el resto de los pueblos y ciudades de nuestra islita, convertida, hoy, en una enorme cárcel. Yo sé que la dictadura comunista se ha esforzado en convertir a los habaneros en campesinos, llevándolos forzosamente al campo y a los campesinos, en capitalinos; llevándolos forzosamente a la ciudad. Las tradiciones entonces se fueron atrofiando con el tiempo y ya casi nadie sabe por fin, a ciencia cierta, cuáles son las cosas típicas de su región y hay modales extraños en la capital y modales extraños en las provincias.

Dicen que en el oriente sí hay hambre y hay miseria y que casi todo el mundo vive en la indigencia. La región más oriental y montañosa de Cuba ‒precisamente escenario de la guerra de guerrillas que en 1959 llevó al triunfo a las hordas encabezadas por el Usurpador‒ ha sido abandonada por los mismos que prometieron dignidad y progreso para esa zona. Lo que si hizo la Revolución fue sembrar el odio y desfigurar el mapa del país. Y sumir en la inopia y la opresión a todas las provincias. Y allá, a La Habana, llegaron camiones y camiones de jóvenes orientales, sacados de los montes y de los rincones más apartadas de Santiago de Cuba y Guantánamo, para desempeñar el rol de policía y apoyar esa especie de estado de sitio permanente que el gobierno ha implantado a lo largo del país y sobre todo a los libertinos e irreverentes chicos del barrio de El Vedado o de Centro Habana. De la noche a la mañana, se convirtieron en los más odiados ‒y hasta el hazmerreír‒ de la ciudad por eso, porque, con aquel acento tan distinto y aquella evidente ignorancia de la cultura universal y aquel irritante desconocimiento de cómo eran las costumbres en la Villa de San Cristobal de La Habana, interceptaban, a diestra y a siniestra, a todo joven que pasaba; a fin de retenerlo y pedirle documentación y explicación de qué cosas cargaban en su jolongo y por qué y hacia dónde. Ellos, a quienes no culpo porque son otra víctima más del régimen en el que siempre creyeron con cierta ceguera y obedecen aún y veneran, quizás a causa de esa proverbial ingenuidad montuna ‒o pureza‒, ellos se vieron de repente con cierto poder nada menos que en la urbe donde se estrenan en la corrupción revolucionaria, en el odio revolucionario, en la vanagloria y la soberbia revolucionarias. Aquellos sanos campesinos recibieron un apurado entrenamiento que los despojó de la proverbial ingenuidad ‒o pureza‒ y ya se los puede ver, muy orgullosos, como si fuesen miembros de algun club de heroes o de una pandillita de bravucones del barrio, formando parte del aparato represivo que patrulla los lugares de la bohemia habanera. Son como un enjambre de bestias sigilosas o de aves carroñeras que merodean las largas filas y la entrada a las salas cinematográficas ‒o de los teatros‒, los días del Festival de Cine o del Festival de Teatro. Tienen fama de hacer rondas nocturnas y madrugadora para molestar y pedir documentos en los parques preferidos de la juventud que gusta de guitarrear y hacer versos en la Avenida de los Presidentes. Recuerdo que estos miembros de la Policía Nacional Revolucionaria asaltaban ‒porque otra cosa no era sino asalto‒, para disolverlas, las improvisadas tertulias en los banquillos de granito rojo de la intercepción de la calle Línea y la Avenida de Paseo de los Alcaldes o los grupitos que surgían espontáneamente a largo de La Rampa para discutir toda clase de temas prohibidos en los alrededores de la Casa del Té o de la Cinemateca de Cuba…

Y en trenes que parecían carromatos de gitanos ‒y eso parecían, gitanos o palestinos‒ llegaron también la tía del policía y la prima que traía el sueño de vender su bien dotado cuerpo en la puerta de algún hotel de lujo y la novia o la esposa con sus críos para instalarse en improvisadas casas de cartón en la periferia urbana y hasta en el mismísimo centro, entre los escombros de lo que fueran fastuosas mansiones o elegantes edificios que antaño sobresalieron por su garbo y no como ahora que ni luz eléctrica tienen ni caños para el agua y son como la sombra triste de aquella prosperidad de la que hablaban con orgullo nuestros padres y abuelos. Pero el mismo gobierno que provocó, cuando le convino, la inmigración de orientales, ahora los tiene por ilegales o indocumentados y hasta les exige una especie de visa para viajar a la capital.

Aun en ruinas, vivir en La Habana es como el paraíso; porque allí el hambre es menos hambre ‒no mucho menos‒ que en el resto del país y la escasez es menos escasez ‒no mucho. Allí el gobierno trataba de disimular la represión ‒aunque no siempre lo lograba‒ para no llamar la atención de la prensa extranjera ni del cuerpo diplomático radicado en la capital y no en las provincias. Ellos ‒los orientales, llamados, también, los palestinos‒ siempre habían soñado con vivir en La Habana, así como cada habanero sigue soñando con vivir en Miami.
http://osvaldo-raya.blogspot.com/

1 comentario:

  1. El unico senialamiento que tengo es el siguiente , como cubana igual que tu creo que ya es hora que dejemos de llamar a los Orientales de nuestro pais Palestinos. Porque en realidad todos somos cubanos, la capital es de todos los cubanos,tenemos que eliminar esta tendencia regionalista y caudillista que nunca nos a traido nada bueno.
    Por lo demas me gusto mucho el escrito...

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